El conserje

Argimiro era el portero de la finca. Caminaba con sus manojos de llaves balanceándose de un lado a otro. Haciendo un ruido como si llevase grilletes. Un andar cansino, arrastrando los pies. Ponía parches aquí y allá. Remendaba goteros, llamaba a los de las basuras cuando se atrancaban las bocas colectoras. Acudía cuando alguien veía una culebra por algún patio. O si no funcionaba el telefonillo. Apañaba cables, podaba árboles. Conseguía piezas de repuesto. Lo llamaban a cualquier hora del día para abrir alguna puerta de la que él seguro que tenía la llave.

Argimiro, por todo esto, tendía a pasar lo más desapercibido posible. No era amable. Al menos nunca en un primer contacto. Caminaba con la cabeza gacha. Su mirada tras unas lentes oscuras. Escondido bajo la visera de una gorra raída que se había agenciado por ahí. Con el lema primario de una marca de fertilizantes: ‘dé a sus tomates Lancores, crecerán como primores’.

Vaga silenciosamente entre los pasadizos de los bloques menos habitados, buscando la sombra, protegiéndose de miradas. Casi cualquiera que le detecte tiene un encargo, una reprobación, una consulta. En verano el ritmo de peticiones es inaguantable. La población de la urbanización ─veinte líneas de bloques, desde el borde del arenal hasta la autovía─ se multiplica por tres. Y los problemas por siete.

Los veraneantes pretenden que sea su criado. Que vaya puerta por puerta recogiendo la basura. Que les preste herramientas. Que les arregle la antena y les diga cuáles son las mejores playas.

Por eso, y por el calorazo, busca refugio en los garajes. Por allí merodea silencioso. El móvil no tiene cobertura. Tiene un tallercito en el que se entretiene desmontando máquinas, soldando piezas, inventando juguetes extraños para su nieto. El taller, además, es una especie de trastero. Acumula cosas raras que va encontrando. O que le da algún vecino agradecido. Su más preciado cachivache es un detector de metales donado por un inglés que, a juicio de Argimiro, estaba un poco mal de la azotea. Se dedicaba a estudiar polillas y todas las noches andaba con un cazamariposas encaramado a las farolas. Es que Argimiro tiene ya mucha mili y ha visto casi de todo.

Finales de septiembre y octubre es de las mejores épocas para Argimiro. La turba de veraneantes desaparece definitivamente ─aunque ya se agradece el bajón que pega en Feria─ y además es el momento más propicio para las avenidas. Pueden darse episodios de gota fría y las arroyadas limpian las ramblas de escombros y basura. Luego el oleaje lleva todo eso a la playa. Ahí aparece Argimiro con el detector.

Yo he conseguido arrancarle unas cuantas confesiones a Argimiro. Me ha llevado un tiempo. He sido tolerante con sus despistes. He aplaudido con fervor sus aciertos. Es importante tener a Argimiro de tu parte. El conserje, el simple conserje, es depositario de más información que el FBI. Tiene llaves para todas las puertas. Sabe a qué teléfono hay que llamar en cada caso. Guarda las cartas perdidas.

A Argimiro hay que ganárselo en el invierno. Cuando los vecinos de siempre nos quedamos solos y un poco de calor humano se agradece. Hay que preguntarle cómo le va. Aunque siempre que diga ‘¡bah!, pues malamente’. Y hay que hacerle preguntas en las que uno quede como un ignorante. Para que entonces él se arranque a hablar. Y cuente lo obvio. Y se explaye. Entonces sí. Entonces sale de su armadura y consigue hilvanar un discurso entusiasta y aguerrido. Habla de su cortijo, en la sierra. De sus recuerdos de infancia.

En ese clima de seguridad el guardián de los secretos te puede hacer alguna jugosa confidencia que en realidad está deseando compartir.

‘Pues no estaban ayer, a eso de las once debía ser, la Monse, la del tercero, esa que vive en el bloque de al lado tuyo, dándose el lote con uno en el coche. En el garaje estaban los palomicos. Vaya cómo se metían mano’.

‘¿Pero esa chica no está casada? Si creo que está aquí unos meses haciendo una sustitución en un instituto’.

‘Sí, está casada, es de Cáceres. No veas cómo se morreaban’.

‘Oye, que lo mismo era su marido’.

‘No, así no se besan los matrimonios. ¡Qué va! Eso es un amante que se ha echado’.

Argimiro sabe lo que comes, lo que follas o dejas de follar, si te han embargado, si tráfico te ha puesto una multa. Sabe si tienes cambiar las ruedas del coche o te ha caducado la ITV.

Tiene casa en la urbanización. Es parte del salario que recibe. Se ha cambiado varias veces. Pero poco a poco lo vuelven a localizar. Por las tardes, cuando la lista de tareas pendientes le deja, sale peinado y afeitado. Y trata de darse una vueltecita sin que nadie le toque los cojones.

Un día Argimiro se va a cansar de tanto abuso. Me gusta imaginar un final contundente, como el de alguna serie memorable tipo Breaking Bad, que hay que cerrar de manera definitiva. Mi hipótesis es que Argimiro, a lo largo de los años, con esos andares cansinos que tiene, arrastrando los pies, ha ido colocando cargas explosivas ─artesanalmente montadas en su tallercito─ en todos los puntos clave de la ristra de edificios. Tiene todo dispuesto para darle a un botoncito y convertir en migas las veinte filas de bloques.

Yo es que soy mucho de hipótesis.

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