La Isla del Aire

Me cautiva el estudio de Alfon. Las paredes tapizadas con diversas obras pictóricas, muchas de su autoría. Libros de gran formato con ilustraciones. Discos de jazz que guardan turno para sonar en el aparato de música y así inundar la estancia con un rumor aterciopelado. Una luz tenue en la que destaca la mesa de estudio colmada de botes con rotuladores, lápices, estilográficas y cualquier objeto diseñado para pintar y dibujar. Un surtido variado de material de papelería, en un orden caótico, arropa al creador de mundos gráficos.

Se ha procurado las mejores condiciones para dibujar. Es contagioso verle trazar líneas con su pilot, su atención concentrada en rellenar formas o difuminar el carboncillo para crear volúmenes y sombras. Apetece tanto que un día le propuse que me enseñase a dibujar. Por un lado pretendía un refuerzo gráfico para mis notas de viaje, por otro quería pasar allí las horas, charlando, tomando café, creando mundos, disfrutando del glorioso aroma que desprende el material de papelería recién comprado.

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Alfon está enfrascado en rellenar el impoluto papel con trazos de su portaminas favorito. Va emergiendo una estructura y un lugar en el que le gustaría estar. Surge una idea, una aventura. Imagina cómo sería la vida de un ser humano en un lugar tan inhóspito. Cada trazo le absorbe, le complace y, sin darse cuenta, la noche va pasando y le dan las tantas.

El flexo crea un cerco de luz que envuelve al artista. Está a gusto. Con su pipa. Su güisquecito. Todo ese bienestar se va plasmando en la obra que ya, definitivamente, ha condenado al ostracismo al papel en blanco, esa lámina estéril que se procuró en su papelería habitual. De su bagaje emocional y vivencial va brotando un faro en un pequeño islote, yermo, en el Mediterráneo. Ve vida detrás del dibujo. Ve una película de aventuras. El dibujo le sosiega, le deja exhausto, como que ha cumplido.

Ya casi tiene hecho el faro de la Isla del Aire que, junto al de Favaritx, va completando uno de los proyectos gráficos de Menorcatee, una pequeña empresa dedicada, entre otras cosas, al diseño de camisetas, y que se inspira en Menorca. La colección en la que trabaja Alfon tiene como motivo los siete faros de la isla. Dejamos al artista por el momento, enamorado de su faro y del mundo que ha ido creando a su alrededor.

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José Ramón se afana en ensamblar piezas que previamente ha lijado y adaptado al resto del armazón, un pesquero, a escala 1/50, con todos sus aparejos. Manos ajadas por la intemperie, dedos precisos y vista cansada. Olfato saturado de aguarrás y barniz. Respaldado por las miniaturas que admiran los visitantes; cada una de ellas montada con tenacidad y pasión. Se siente orgulloso del resultado: un atunero del Cantábrico a partir de unas maderas y un juego de herramientas. Ingenio y estética.

La flota de barcos en miniatura convive con dibujos y bocetos de los faros de esta costa abrupta y temible en esas noches de invierno como en la que José Ramón perfila su última obra. Su padre fue farero y él mismo nació en un faro. Nunca se despegó del mar, aunque tampoco perdió de vista la costa.

La lluvia golpea sin clemencia los ventanales, el techo de madera. Otra borrasca que complicará las cosas en alta mar. Hombres envueltos en chubasqueros, faenando para sacar merluzas del mar. El piloto atento al destello de los faros. Todos funcionan de manera automática hoy en día. Solo uno, en todo el Cantábrico, está a cargo de un farero, el de Luarca; allí nació José Ramón.

Encuentra complacencia y confort en su pequeña afición. Mira de tanto en tanto a través del cristal que le separa del temporal. Escucha el mar furibundo. Lo imagina gris, con algas que se agitan en su interior. La tormenta se estampa en las olas espumosas.

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Estos dos personajes, absorbidos por el mundo de la mar, que incluye faros, aromas salinos y cogotes de merluza en salsa, parecen condenados a encontrarse. Alfon adora Menorca, pero desde crío ha pasado las vacaciones en Comillas; conoce bien el Cantábrico. Los dos mundos se cruzan una mañana de julio en la que el mar muestra su cara más amable. La marea está baja y al descubierto quedan esas temibles escolleras adornadas por mejillones y lapas; los niños buscan pulpos en sus oquedades y quisquillas en las pozas que dejó el mar en su retirada.

Paseando por San Vicente de la Barquera, como tantos veranos y tantas Navidades, da con un pequeño tabuco en el que un señor se entretiene en encolar unas maderas que formarán la cubierta del Santurce III, otro pesquero para las vitrinas. Queda prendado del trabajo minucioso y reposado, artesanal, de José Ramón.

Da la casualidad de que Alfon luce una de sus camisetas. El artesano enseguida reconoce el dibujo y sin soltar el pincel le dice, mirándole por encima de sus gafas: “ese es el faro de la Isla del Aire”. Inquisitivo, espera a que ese extraño que ha profanado su tienda-museo, y que no encaja con el prototipo de turista, se explique. Sin embargo, antes de que eso ocurra, aparece en escena un anciano apergaminado con una inusitada energía. Avanza con la garrota, balbuceando unas palabras que le han sacado del sopor, “la Isla del Aire, la Isla del Aire”. “Calma, papá, le dice José Ramón”.

“Este es Rafael, mi padre ─anuncia José Ramón, poniéndose de pie atropelladamente para ayudar al anciano, que se ha desbocado con las novedades y puede perder el equilibrio─. El que fue el farero de la Isla del Aire”. Tiene 91 primaveras y es el tipo que vivió en aquel pedacito de tierra en medio del mar, un lugar que evoca los mundos de Saint-Exupéry o de Dino Buzzati.

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Poco tarda el entusiasmo en apoderarse de la estancia. Sin duda Rafael Lengomín, que es su nombre completo, es el centro de atención de este inusitado encuentro. Alfon, ha conocido al hombre que ha imaginado hasta la saciedad en esas madrugadas de dibujo y ensoñación. Expone brevemente su pasión por los faros, la autoría de la camiseta y la existencia de Menorcatee; después escucha con agrado todo lo que el viejo farero tiene que decir.

Cuenta, por ejemplo,  cómo se sacó una oposición para hacerse cargo de un faro en un remoto lugar, al que nadie quería ir. Corrían los años cuarenta y entonces Menorca era un lugar poco agraciado, casi no existía el concepto de turismo. Era poco menos que el fin del mundo. En aquella época los fareros tenían mucha importancia; su misión era mantener el faro encendido en cualquier circunstancia y ante cualquier adversidad. Al principio, recuerda, se quemaba gasóleo y con los años se pasó al gas. Para el cambio de bombonas tenía poco más de medio minuto. Él mismo ideó un sistema a base de latas de conserva vacías y poleas para que le avisase cuando la bombona estuviese a punto de vaciarse. Subía las escaleras a grandes zancadas y cambiaba el capuchón de una bombona a otra.

A Rafael le brillan los ojos cuando rememora su juventud. Ante la pregunta obvia de cómo se las arreglaba para subsistir allí, el anciano mira a través de la ventana el horizonte del Cantábrico, añorando sus tiempos de Robinson. Una vez por semana llegaba un bote a remo desde Menorca, cargado con las provisiones más básicas (aceite, harina, arroz), recuerda. Su dieta se completaba con los conejos que cazaba. Cuesta creer, viendo hoy el lugar, que allí hubiese una población de conejos como para alimentar a un hombre, a un naufrago, que es a lo que suena la historia de Rafael, con el símil inevitable entre faro y cocotero.

Como todos los placeres, este encuentro es breve y su final es el prolegómeno de un encuentro más pausado y ordenado. Alfon propone volver con más artillería, traer camisetas y un cuaderno de notas. Rafael sacará todos sus libros y desempolvará recuerdos. Esto solo ha sido el principio, advierte. La casa es un museo del mundo marítimo-costero-naval-farero; él mismo hizo maquetas prodigiosas que forman parte de la colección.

Y en efecto, nuestro dibujante pasará más veces por el tabuco. A Rafael le suben las pulsaciones y se le dispara el azúcar cada vez que aquel chaval le viene con la cantinela de los faros y Menorca. José Ramón procura aplacar esas alteraciones, dedica alguna que otra mirada reprobatoria al incierto visitante, pero su padre ya está sacando libros y documentos de la época. Se siente vivo cada vez que aparece Alfon por allí, con su estuche de lapiceros, su cuaderno de anillas colmado de tinta y bocetos.

Y así los dejamos, embaucados por el mar y sus historias, a la espera de nuevas anécdotas y dibujos.

Blog_436_AG+RL en su casa de Trasvia

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