Ha pasado su vida laboral, es decir, prácticamente su vida, en un edificio destartalado que habían prometido rehabilitar cuando hizo las oposiciones de funcionario. Hace años de aquello, y todavía utiliza la tercera persona del plural, ellos, para referirse a autorías enigmáticas, a anónimos ejecutores.
Esta actitud, en Ramón, no desentona cuando achaca al Gobierno o a la tele (los dos productores de verdades, en ausencia de Dios, más reputados de nuestra era) hechos de los que uno solo puede ser testigo impotente, nunca partícipe: «Han dicho que este verano va a ser caluroso». «Dicen que el paro ya no va a subir más». «Van a abrir un aeropuerto en Morata de Tajuña, dicen que será muy rentable». Cosas contra las que no se puede combatir; irrefutables.
Sin embargo, cuando Ramón se refiere a asuntos gestados cerca de su despacho, perpetrados por los que, a la postre, son sus compañeros de trabajo, resulta llamativo oírle sentencias del tipo: «Menuda mierda han hecho con la variante de la A32. Está mal peraltada y ha costado un huevo».
Porque ese edificio ruinoso, apuntalado a base de chapuzas que se superponen, pendiente siempre de unas reformas que nunca llegan porque, dicen (tercera del plural) que los van a trasladar a unas modernas dependencias a las afueras de la ciudad, pertenece a la Administración. Ramón, mal que le pese y se desahogue de vez en cuando contra los desmanes irracionales de esos entes abstractos que articulan nuestras vidas, es un pequeño engranaje dentro de esa fantástica maquinaria que transforma impuestos en obras más o menos provechosas, más o menos necesarias.
Así que Ramón, en ese peliagudo asunto de la A32, que tantas páginas ha proporcionado a los diarios locales, la que tanta vidilla ha auspiciado en bares y cafeterías después de los dos accidentes, leves, que se produjeron al poco de su inauguración, podría muy bien haber utilizado la tercera persona, pero la del singular: «Anda que se ha lucido el cabrón de Oriol. Vaya cagada de carretera que ha hecho (él)», borrando de un plumazo la desconocida y repartida autoría que se esconde tras la tercera del plural.
Incluso, si me apuran, podría hacer uso de la segunda del singular. Coger el ascensor, subir un par de plantas, ir al fondo del pasillo, la última a la derecha, abrir la puerta del despacho de Juan Oriol, tras tocar levemente con los nudillos, y espetarle: «Juan, (tú) eres un cabronazo. Vaya mojón de carretera que te has marcado».
Pero Ramón no sube al despacho de Oriol. Hay un pacto no escrito entre departamentos para no caer en una guerra fratricida. Y además está el decoro y la diplomacia, esas cosas que se manejan entre profesionales y adultos para apaciguar instintos y no reventarnos a hostias cada vez que pasa algo que no nos gusta. Por eso Ramón sigue con la tercera del plural, más aséptica y confortable. Te implica menos. No has de tomar partido. Ni proponer una alternativa.
*
Como todas las mañanas, a eso de las once, Ramón baja a desayunar. Un oasis en las tediosas jornadas, que fundamentalmente consisten en cotejar documentos para rellenar más papeles o informes que legitimen lo que diga el primero y que encontrarán descanso en una carpeta archivadora; pasado un tiempo seguirán dando vueltas por otros departamentos. Este infinito proceso de comprobaciones y reafirmaciones es la lucha continua de la Administración contra el fraude. Para ello el papeleo y el carrusel de sellos necesarios para cualquier trámite es despiadado. Si a ello le sumamos la versión digital del asunto, con sus certificados electrónicos, plataformas interactivas y pollas en vinagre, podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que la mayor parte de la vida laboral de Ramón se ha dedicado a comprobar la veracidad de algo.
En el camino, no lo duden, la maquinaria administrativa pierde aceite. Las corruptelas siempre existieron. Una comisioncita por aquí, otra por allá. Favoritismos que le solucionan la vida al algún familiar, con la concesión de algún servicio municipal, la licencia de un puesto de lotería en un lugar clave de la ciudad, junto a la entrada del hospital, por ejemplo. Todos los matices del alma humana no se pueden reglamentar. Siempre quedará espacio para una interpretación de un texto, la ley, necesariamente ambiguo.
El departamento de Ramón, jardinería y asuntos de medio pelo, no es propicio para las grandes tajadas. Sin embargo conoce gente (¡es que la gente, cómo es!; ellos, nosotros no) que se ha comprado un pisito en la playa o el coche de su vida, simplemente por mirar a otro lado en el momento preciso. Por alinear los discos rotatorios de los sellos fechadores para que una documentación que no entraba en plazo lo hiciese. Una alegoría del que da con la combinación que abre la caja fuerte.
Mientras aguarda a Óscar, su pareja de baile en la oficina, mira distraídamente el suelo; anda preocupado últimamente. Hay un asunto del que es responsable que se está poniendo feo. Muchos ya empiezan a referirse a él en la tercera del plural: «Anda que la pasta que se han gastado en llenar la avenida de palmeras y están todas secas. Si es que todo es un desastre», opina un transeúnte anónimo. Ramón tendría cosas que alegar y, atentos, porque va a hacerlo en la primera del singular. Si, en efecto, hemos dado con el tipo que ha plantado las palmeras. Al menos con la mente planificadora y el brazo ejecutor de este bonito proyecto de jardinería, que forma parte de esas iniciativas que pretenden dar un aspecto tropical a las desvaídas costas del Mediterráneo, más bien terregosas y nada inclinadas a la opulencia vegetal. Hemos encontrado al responsable de algo.
Todas las palmeras, sin excepción, están secas. El cien por cien de una hilera continua de tres kilómetros. Ramón ha sido convocado a una reunión de urgencia con el jefe del departamento. La prensa quiere hurgar en la herida. Estamos en julio y, aparte de los ahogados en las playas, no hay mucho más con lo que rellenar las más de cuarenta páginas ─incluyendo suplementillos sobre temas variopintos─ que el diario local ofrece a sus lectores.
El asunto ya ha sido discutido largamente con Óscar; tanto en el despacho que comparten como en el desayuno, acompañado de una media de tomate o unos churros, según la guerra que dé la hernia de hiato. Hasta la fecha Ramón se ha mantenido firme. Asegura que las palmeras rebrotarán. Es normal que en la fase de adaptación pierdan brío, «hasta que se hagan al terreno». Óscar nunca ha dudado del criterio de su colega. Pero esta vez su confianza empieza a resquebrajarse. Ramón escucha con atención mientras remueve su cortado, disolviendo el azucarillo pausadamente. «Las hojas están más secas que el tasajo. Sabes que se han plantado tarde, por ese lío con la subvención. Ya estaba muy metido el verano y además está haciendo un calor inaguantable, mucho más fuerte que otros años; no ha aflojado desde junio. Me parece que no van a superar el estrés hídrico que han sufrido».
Ramón da un sorbo corto al cafelito y enciende su cigarro, uno de los dos que se concede por las mañanas. Aspira entrecerrando los ojos y sus pulmones devuelven un largo suspiro de humo que se pierde en la limpia mañana. «Mira ─dice rompiendo su silencio─, la gente se pone nerviosa enseguida. Las elecciones están cerca y un desliz de estos se paga con votos». Da otra larga calada, no es más que el preludio de la argumentación, que conlleva catar de nuevo el cortado. El buen funcionario, y sobre todo el buen conversador, adora divagar entre la nicotina y la cafeína, son sustancias que facilitan la construcción gramatical; y encontrar el vocabulario adecuado.
«Podemos reforzar el riego. Y ya he vuelto a inspeccionar las palmeras para asegurarme, otra vez, de que no hay picudos. Porque en todo caso ese sería el problema principal. No que las palmeras se sequen, sino haber metido otra vez la plaga del maldito escarabajo. Por eso si que nos pueden colgar de los huevos».
Óscar asiente. Ha visto los informes en su mesa (recordemos que cualquier movimiento de la Administración queda registrado, digital y analógicamente, aunque luego cada uno haga lo que le salga de los cojones o lo que pueda). Sin embargo su gesto de duda no desaparece. Él no fuma. Ni toma más de un café al día. Está apuntado a un gimnasio. Es como si se hubiese propuesto vivir más de un siglo, que sería muy insulso en condiciones tan restrictivas. Es más joven que Ramón, bastante más. Por eso le da una importancia suprema a los asuntos laborales. Cree, todavía, y eso es una medida de su bisoñez, que la vida medra alrededor del trabajo. Tiene el ceño permanentemente fruncido; las mandíbulas apretadas. Contrasta con la actitud de Ramón. Pausada. Disfrutando de su cigarrito, lo realmente importante en ese momento. «Tranquilo. Es solo cuestión de tiempo. Ya verás como tiran p’alante». «Eso espero ─responde angustiado Óscar─. ¿Y al jefe qué le vas a contar?».
Ramón finiquita su café. Mira a su compañero y le explica: «Pues lo mismo que a ti, pero con un lenguaje más técnico, que no va a entender pero tampoco rebatirá, porque revelaría su ineptitud. Le soltaré algunas palabrejas, como estípite, que es como se llaman en botánica a los troncos de los árboles que no tienen ramas laterales, que después irá repitiendo por ahí, creyendo que esta todo en orden, que lo está Óscar, lo está, no arrugues el morro. Aquí, lo fundamental querido amigo, es transmitir tranquilidad, crear una atmósfera de seguridad».
*
Aún atendiendo a las razones de Ramón, conociendo su trayectoria profesional como ingeniero agrónomo ─no podemos olvidar aquel reputado máster sobre introducción de especies exóticas que cursó en la Universidad de Chinchilla─ cada vez que pasaba por el tramo que habían decorado con las palmeras de marras, se me escapaba un «Pero vaya despilfarro. Qué manera de tirar el dinero. Es que no tienen ni idea (ellos)».
No faltaban atrevidas afirmaciones cuando me juntaba con mi buen amigo Hitch; uno se envalentona ante un público favorable, con ganas de criticar y hablar mal de alguien (aunque ese alguien sea impersonal). «Si ej queeee… Han hecho una barbaridad. Las han puesto muy juntas. Por lo menos sobra una de cada dos», nos atrevíamos a postular, entre jarras de cerveza, arreglando el mundo, siendo completamente ajenos a la materia y desconociendo la mayor parte de los detalles.
Mi impresión, al recorrer el tramo de autovía en cuya mediana lucían como postes de telégrafos las supuestas palmeras, es que la pifia era importante. Sí, yo, como currito al que le sacan impuestos hasta por respirar, afirmo que la han cagado (ellos). Incluso diría más, aunque las palmeras finalmente prosperasen, me parece un gasto innecesario.
Cada vez que paso por allí siempre hay algún tinglado montado. Los operarios desvían el tráfico. Cavan más zanjas, ponen tuberías de plástico, hurgan en la tierra. Están siempre enredando. En el imaginario colectivo la consabida tercera persona del plural, la difusa responsable de hechos deleznables (rotondas que acaban con el presupuesto de un ayuntamiento, ramblas que se atascan con cañas y escombros, viaductos que acortan distancias y arruinan paisajes) se vincula con la presencia de operarios. Son los tipos que vemos en el lugar de los hechos, así que algo tendrán que ver. Son los que manejan la maquinaria pesada, los que bregan con palas y atornillan piezas. Son los que hacen las cosas. Llegamos a pensar que esos tipos, enfundados en chalecos reflectantes, con su casco reglamentario y caras serias, un poco con facciones de robot, son los que se encargan de que llueva o haga sol. Son lo más próximo que tenemos al «culpable».
No voy a negar que el efecto que produce conducir escoltado por la sucesión de claroscuros que causa el sol al atravesar la frondosidad de las palmeras, con la raya azul de la costa al fondo, auspicia un sentimiento elitista. A uno le lleva a creer que está dentro de un videojuego, manejando un descapotable rojo.
Pero este es un territorio que pasa sed, de espartales y azufaifos, tarays y, como especie más exuberante, palmitos. Estas florituras de la Administración me resultan anacrónicas, reflejo de un turismo cutre y pretencioso. Ramón no estaría de acuerdo con este juicio tan exacerbado. Quizás opine que sea una iniciativa un poco trasnochada pero que a la gente, por lo general, le gustan las palmeras. Que además no son grandes consumidores de agua. Tampoco hay que poner el grito en el cielo porque sea una especie alóctona. También lo era la pita americana, y ahora es casi el emblema de estas tierras áridas. Ramón cree, con acierto, que hagas lo que hagas, tomes una decisión o la opuesta, te van a caer palos.
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Agosto fue un mes duro. La ola de calor, la más larga de la historia según los registros; duró veintiséis días consecutivos. Ramón, aunque perro viejo, empezaba a sentir la presión. Fumaba más de la cuenta, se mostraba arisco en casa, dando contestaciones impropias. Él no era así. En el fondo estaba seguro de que las palmeras estaban vivas. Pronto rebrotarían. El problema, su problema, es que ya no distinguía si estaba aferrado a principios agronómicos o a la fe.
Se había reservado las vacaciones para septiembre; cuando todos vuelven él se va, coletazos de su carácter rebelde. Iría al norte, a sentir el frío y la humedad. A escuchar cómo repica la lluvia y oler la tierra mojada. A olvidarse por unas semanas de las tierras agrietadas, de las moscas. De los impenitentes treinta grados que todas las noches marcaba el termómetro de la plaza. Pero si las palmeras no lucían verdes para final de mes, tendría que cancelar sus planes. Habría que inventar explicaciones, pedir una partida presupuestaria extra para arreglar el desaguisado. Su prestigio se iría al garete.
Solo le quedaba esperar. Pensar en que las raíces irían asentándose en el terreno. Rezar para que el calor aflojase. Fumaba bajo el ventilador de techo que removía el aire pegajoso. La luz tenue, un suplemento del periódico con relatos por entregas y contenidos vacuos, propios del período estival. El murmullo de la ciudad que se preparaba para celebrar los milagros de su santa patrona. Es decir, que se aproximaba otra excusa más, aprobada por la sociedad, para emborracharse y estar de juerga.
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A finales de agosto pude apreciar unos moñitos verdes que coronaban las dichosas palmeras. En pocos días el cogollo se expandió y quedó patente que las palmeras estaban vivas. Ramón para entonces estaba perdido por carreteras comidas de verdín, apabulladas por una vegetación de la que destilaba frescor y colgaban mechones de liquen. Paseaba por esas carreteras con la música que le proponía la radio, el cigarro colgado de la comisura de los labios. Su mujer al lado, tarareando, sugiriendo cosas que visitar, restaurantes donde comer.
Tenía razón, como siempre. El asunto de las palmeras pasó a mejor vida. Había empezado la liga de fútbol. Los diarios se volcaban en recoger las declaraciones de los jugadores de fútbol del equipo local. «Hay que seguir trabajando», «Lo importante es el equipo», «Segunda es una categoría más difícil que primera». Sesudas reflexiones que destacaban en grandes titulares, junto a fotografías de los protagonistas, ídolos locales, niñatos, cuya bagaje vital era haber abandonado los estudios y meter tres goles en el momento adecuado.
Ramón tenía razón. En todo. Es un tipo sensato que aceptaba sus limitaciones y las de su sociedad. Es inútil preocuparse.
Gran relato Jaime.
Sigues escribiendo como los ángeles. Aunque sean ángeles que han leído a Auster.
Muy bueno Jaime. Esto es lo que pasa cuando se les deja a unos cuantos (tercera persona) administrar dinero que no es suyo y que por lo tanto no tienen nada que perder. Skin in the game, Taleb.
buenísimo novelista!! me encantan las palmeras!!