Cuento de Navidad (2/3)

Segunda parte: Miguel                                                                      Lee aquí la Primera Parte

Miguel camina todas las mañanas por su nuevo barrio. No ha perdido la costumbre de reconocer el territorio que habita. Tanto si se trata de una ciudad, como es el caso, o del campo, donde pasó muchos años de su vida, siente la necesidad de pisar el suelo y otear el horizonte. Incluso cuando estuvo destinado en una plataforma petrolífera en el Caribe, utilizaba sus ratos libres para explorar los recovecos de aquella inmensa estructura flotante.

Toma fotos con una antigua cámara que lleva en una gastada funda de cuero colgada al hombro. Preguntaba a los vecinos, a todo con el que se va topando, hasta el punto de parecer uno más del barrio o la comarca. Con este modus operandi se va haciendo una idea bastante precisa del lugar que habita, averiguando el funcionamiento de las cosas, las motivaciones de los pobladores y en qué comercio o rincón puede encontrarse tal o cual remedio o artículo. De alguna manera, el tener todas esas respuestas, apacigua su curiosidad, y su inquietud vital se va amansando. Entonces, pasado un período de relativa calma interior, que le ayuda a vislumbrar momentos de felicidad.

Así, hasta un día que, sin saber por qué, se pone de mal humor y al poco comienza con las gestiones para trasladarse a otro sitio. Cargado de ilusión y pocas pertenencias abraza su nuevo destino, donde se repite su ciclo de exploraciones, descubrimientos e insatisfacciones.

Con esa afición suya de conocer mundo no logró fundar un hogar. Nunca se casó y con el paso de los años encontró motivos para reafirmarse en su soledad, pero también sufrió la dolorosa sensación de sentirse excluido, de ser alguien completamente prescindible. En su juventud fue un tipo admirado y envidiado. Lo tenían por un hombre intrépido y valiente, que no dudaba en ir a los lugares más conflictivos del planeta. Alguien que siempre volvía de remotas junglas y montañas con jugosas historias que contar y que, inevitablemente, suscitaba corrillos a su alrededor. Todos le tenían en alta estima en el barrio, excepto su madre, que veía con preocupación la deriva de su hijo.

Con el grado de geólogo y su ímpetu no tuvo problemas para levantar un currículo en el que se apilaban sus méritos como explorador. Para las empresas era un perfil idóneo: el tipo que se metía en agujeros en los que nadie osaba entrar por cuatro perras y nunca reclamaba daños y perjuicios. Se fue labrando un nombre en el mundo del petróleo. Además de arrestos tenía una especie de instinto, que en el fondo era suerte, para detectar yacimientos altamente rentables para esas empresas que le contrataban.

El romanticismo de la juventud se fue haciendo jirones a medida que fue consciente de las repercusiones que tenía el efecto de sus descubrimientos en una naturaleza que el descubría virgen. Las compañías asentaban sus garras en la presa y pronto los ríos cristalinos eran envenenados, había derrames de aceite, la prostitución y las peleas invadían los tranquilos poblados y el alquitrán iba mancillando ecosistemas enteros. Tras rapiñar todo lo que las frágiles leyes de aquellos indómitos territorios consentían, las corporaciones huían hacia lugares que prometían una mayor rentabilidad. Tras su paso quedaba una población destartalada, alcoholizada en algunos casos, en medio de un confuso barrizal o arenal, según el caso.

Se convirtió en un tipo reservado, con una necesidad permanente de irse de donde estaba. Cobraba por su trabajo y desaparecía. Le costaba mantener relaciones duraderas, ya fuesen puramente amistosas o sentimentales. Nunca aceptó las tajadas que las empresas le ofrecían en forma de acciones, un despacho confortable en alguna ciudad llena de rascacielos y clubs de jazz o cualquier otra chuchería como volar en business y pasar noches con mujeres muy atractivas y semidesnudas que algún oscuro intermediario le presentaba. Con todo ello se fue ganando fama de extravagante, entre los más condescendientes, y de viejo chiflado, entre los que le veían más como una molestia, una antigualla de la que sería oportuno deshacerse.

Llegada la jubilación, la súbita explosión de tiempo libre fue amortiguada por el despliegue de aficiones que siempre había mantenido más o menos aletargadas. Sin embargo, seguía sin sentirse cómodo en ningún sitio y, con su vuelta definitiva a España, consideró que su mejor opción era irse a vivir a una residencia de la tercera edad y cambiar de aires cada vez que las novedades fuesen devoradas por la rutina o que muriesen cinco ancianos.

Cuando aquella mañana de marzo anunciaron en el desayuno que Leandro había muerto, hizo las maletas y liquidó el mes que le quedaba. Entre el asombro del director y la sorpresa de las enfermeras abandonó la Residencia Virgen de la Valvanera y, harto de los duros inviernos de la dura meseta castellana, puso rumbo a una ciudad costera al sur.

Es allí por donde le vemos pasear. Un tipo aún fornido, chaqueta y camisa. En el bolsillo lleva prendidos un portaminas y dos bolígrafos. Al hombro su antigua cámara. A Miguel no le seduce pasar el día jugando partidas de dominó o viendo la televisión. Camina todo lo que puede y de regreso a la residencia pasa el tiempo leyendo. Le gustaría tener más intimidad y tener un cuarto para él solo, pero tiene que estirar sus ahorros hasta el día que muera. Desconoce la fecha, sigue sin tener prisa. Añora una terracita para aprovechar el buen tiempo. Allí leería más a gusto, acompañado de un trago y un habano. Se acuerda de sus años en el Caribe, fueron duros, pero lo pasó bien.

Fue en uno de estos paseos casuales cuando vio entrar en una cafetería a una mujer que le llamó la atención. Esperó a que tomase asiento y tras elegir un lugar estratégico en la barra se pidió un café y desde allí la observó. Eso mismo hizo los tres días siguientes; uno de ellos la mujer no apareció. El quinto día, viernes, se decidió a abordarla. Encontró en Elisa una fiel oyente que hacía preguntas precisas. También a una relatora excelsa, con un bagaje de lecturas envidiable. La admiración soterrada con la que absorbía sus historias de selvas y estepas infinitas le traslada a sus mejores años.

Le cuenta sus tiempos en el Sahara, a bordo de un jeep que se quedó sin gasolina; ella le explica los motivos que los grandes músicos de la historia tuvieron para crear sus obras. Le pinta bellas puestas de sol en el Amazonas; ella le habla de van Gogh y su mundo, de molinos y pilas de heno, de la importancia de las estrellas. Le hace sentir frío cuando narra la vida en el mar del Norte; ella se abriga recitando los versos de Ángel González.

Es así como se enamoran.

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