Abrir cartas durante ocho horas al día era el ejemplo perfecto para desmentir eso de que el trabajo dignifica al hombre. En muchos casos lo aliena hasta el extremo de convertir su cerebro en una esponja seca y hacer de él un autómata con la racionalidad de un mosquito.
En realidad, el trabajo ni siquiera consistía en abrir sobres. Eso lo hubiese enriquecido hasta convertirlo, dadas las circunstancias, en una actividad interesante. En la mesa iban descargando pilas enormes de sobres que abría una máquina y nuestra tarea consistía, exclusivamente, en sacar el papelito que había dentro (la empresa se dedicaba al escrutinio de encuestas), extenderlo e ir formando una nueva pila, al parecer no había artilugios que fuesen capaces de realizar esa maniobra.