Abrir cartas durante ocho horas al día era el ejemplo perfecto para desmentir eso de que el trabajo dignifica al hombre. En muchos casos lo aliena hasta el extremo de convertir su cerebro en una esponja seca y hacer de él un autómata con la racionalidad de un mosquito.
En realidad, el trabajo ni siquiera consistía en abrir sobres. Eso lo hubiese enriquecido hasta convertirlo, dadas las circunstancias, en una actividad interesante. En la mesa iban descargando pilas enormes de sobres que abría una máquina y nuestra tarea consistía, exclusivamente, en sacar el papelito que había dentro (la empresa se dedicaba al escrutinio de encuestas), extenderlo e ir formando una nueva pila, al parecer no había artilugios que fuesen capaces de realizar esa maniobra.
¿Fácil? Sí, pero era necesario desarrollar una técnica depurada para permanecer en el puesto de trabajo. En la sala un montón de inmigrantes nos esforzábamos por ser los más rápidos. Mr. Jenkins, inglés de pura cepa, rosado y sobrio, que guardaba su sonrisa para las dos irlandesas de escote generoso que campaban a sus anchas por la oficina, era un evaluador implacable.
Su misión era ir descartando a los abridores de cartas más lentos, hasta asegurarse de que quedasen los cuatro o cinco mejores. La competencia era feroz, empezábamos unos treinta y durante la primera semana se llevaba a cabo la criba principal. Después seguían las purgas, que drenaba la sala de abridores en un lento goteo. Nunca podías bajar la guardia, llegaban nuevas partidas que enviaba la oficina de empleo y había que mantener el nivel. Con una exquisita voz atiplada, Jenkins se acercaba al elegido y en un inglés inmaculado, le apuñalaba: puede usted largarse por donde vino, era el mensaje final.
Para mantener mi sueldo de 4,2 libras a la hora, significativamente mayor a servir pintas en un bar, había desarrollado una técnica sumamente depurada. A base de prueba y error fui descubriendo que la diferencia la marcaba la orientación y distancia de las pilas de sobres y papeles. Eso y la habilidad para extraer el contenido del sobre abriéndolo sin desplazarlo. Me hice un experto y el señor Jenkins jamás logró echarme.
Tras el duro reto de soportar ocho horazas, más sus respectivas pausas para comer sándwiches que preparaba con esmero la tarde anterior, volvía a casa andando. Me servía para airearme e ir conociendo la ciudad, esos vericuetos poco o nada turísticos que es donde de verdad puede verse de que está hecha una ciudad, una sociedad.
Merodeaba por las casas de prestamistas con el fin de canjear los cheques que me daban al final de cada semana en la empresa de escrutinio por libras contantes y sonantes. Me daban mala espina los tipos que fumaban a la entrada, con pinta de carteristas, aunque me espantaba más que se quedasen con el 30% de mi cheque. La otra opción era abrir una cuenta bancaria, pero no cumplía con los requisitos, sin una carta en la que apareciese mi dirección ningún banco inglés podía hacer la gestión. La vida era bastante complicada en los bajos fondos y de camino a casa me devanaba los sesos para ver cómo diantres convertía los malditos cheques, que por el momento eran papel mojado, en algo con lo que comprar comida y pagar el alquiler.
Uno de esos días, explorando un nuevo camino a casa, fue cuando tropecé con la tiendecita de las máquinas de escribir. Tardé en decidirme, pero, como dije en la entrada anterior, si quería ser escritor había que invertir. El día que salí con mi flamante máquina de quinta o sexta mano pensé que mi primera tarea sería escribir cartas a los colegas. Necesitaba ejercitar el cerebro o ese trabajo absurdo me llevaría a la parálisis cerebral.
Fui recorriendo mi lista de amistades y estrellando los caracteres contra folios vírgenes que se llenaban de historias. Tecleaba absorto, contando al amigo de turno cómo había ido el día, la vida londinense, preguntándole por sus asuntos. Cuando juntaba varias cartas iba a la post office y allí depositaba mis misivas (previa inversión en sellos; escribir siempre me ha supuesto perder dinero, pero no escarmiento), esperando con ilusión que quizás, con suerte, tuviese respuesta.
Escribir cartas me sirvió para asentar el hábito de escritura. Me obligaba a estructurar, resumir y reflexionar. Organizar el pensamiento difuso en una serie de párrafos ordenados que transmitiesen información y emociones era un reto entretenido y, en aquel contexto de tareas abúlicas y vida solitaria, necesario.
Así iban transcurriendo mis días en el Londres gris y ecléctico, entre sobres que vaciaba y otros que llenaba con cartas crujientes que se obstinaban en mantener viva la comunicación epistolar, por encima de otros medios más rápidos y eficaces, pero mucho menos románticos y meditados. Aún hoy llevo a correos alguna carta, como para sorprender a esos buzones que ya solo reciben publicidad y notificaciones bancarias. Los sellos de lacre que utilizo son otro canto a lo obsoleto; aún mantengo la esperanza de amaestrar cuervos que lleven mi correspondencia.
Curiosa profesion, eres un maquina!
Eres joven, seguro que te curtiohabriaUK y ademas entres habria momentos inolvidables de tu estancia en UK. Por Otra parte el relato me gusto , lo lei de un tiron
Gracias por el comentario, seguiré dando cuenta de aquel tiempo londinense
me ha gustado este primero, espero ya el segundo. Abrazo