Como siempre que estoy por Madrid me encuentro con repentinas bolsas de tiempo que me pillan desprevenido. Un cambio de horario en una cita. Malentendidos. Cálculo defectuoso del tiempo que se tarda en ir de un sitio a otro.
A veces no hacer nada está bien. Cuando tienes delante las quebrada costa de los Escullos, o un paisaje de montaña. Son situaciones en las que contemplar. Sin embargo, en medio de una ciudad, en un barrio desconocido, junto a una salida de metro infestada de orines, chicles milenarios pegados al suelo y un remolino de porquería, lo único que se me ocurre es buscar un sitio en el que escribir algo.
Ese sitio es un bar de toda la vida. Uno de mala muerte propio de Carvallo. Con carteles anunciando mollejas de cordero y fritura de chopitos. Unos carteles grasientos a juego con lo que pregonan y con las servilletas arrugadas que pueblan el pie de la barra. Un bar que de alguna manera sobrevive a la expansión china en el barrio de Usera. Con tertulianos que juegan con el palillo en la comisura de los labios, mientras dan cuenta de los mismos tópicos de siempre aunque con distintos protagonistas. En lugar de Santillana Ronaldo. Y en lugar de Luis Aragonés Koke.