Como siempre que estoy por Madrid me encuentro con repentinas bolsas de tiempo que me pillan desprevenido. Un cambio de horario en una cita. Malentendidos. Cálculo defectuoso del tiempo que se tarda en ir de un sitio a otro.
A veces no hacer nada está bien. Cuando tienes delante las quebrada costa de los Escullos, o un paisaje de montaña. Son situaciones en las que contemplar. Sin embargo, en medio de una ciudad, en un barrio desconocido, junto a una salida de metro infestada de orines, chicles milenarios pegados al suelo y un remolino de porquería, lo único que se me ocurre es buscar un sitio en el que escribir algo.
Ese sitio es un bar de toda la vida. Uno de mala muerte propio de Carvallo. Con carteles anunciando mollejas de cordero y fritura de chopitos. Unos carteles grasientos a juego con lo que pregonan y con las servilletas arrugadas que pueblan el pie de la barra. Un bar que de alguna manera sobrevive a la expansión china en el barrio de Usera. Con tertulianos que juegan con el palillo en la comisura de los labios, mientras dan cuenta de los mismos tópicos de siempre aunque con distintos protagonistas. En lugar de Santillana Ronaldo. Y en lugar de Luis Aragonés Koke.
Al quite, como corresponde a un escritor que pretenda sacar partido de la cotidianidad, descubro que los personajes acodados en la barra son oriundos de Salamanca y Soria. Con poca cosa empiezo a especular: hace décadas que dejaron atrás el panorama tan desolador de los pueblos castellanos. Uno es taxista. El otro regenta un pequeño comercio. El tercero jubilado. Muy de vez en cuando vuelven al pueblo. Poco. Les recuerda unos tiempos de miseria, por más que ahora vean polideportivos, restaurantes, carriles-bici. Tan solo una evocación grata al ver el frontón, con las pintadas de los quintos. Pero puede más el recuerdo del frío y los sabañones. De las eras abandonadas. La melancolía se impone. Somos adictos a ella.
Testigo de la vida de barrio. De sábado por la tarde. Hasta aquí he llegado por indicaciones de Matías. Me ha propuesto un plan de esos que no se pueden rechazar. Por genuino e inesperado. Y porque hay gente que sabes que nunca falla. Que tiene tal bagaje de lugares, tascas y comarcas, ha acertado tantas veces, que solo considerando tres palabras clave de su propuesta (medusas, chino, lenguas de pato) no tengo más remedio que estar en Usera una hora antes de lo previsto.
Vamos a cenar en un restaurante chino, de esos donde comen los chinos. Matías ha hecho un exquisito trabajo de campo y tiene localizados varios. Su propuesta inicial incluye un local de moda y dos más discretos, en los que es posible encontrar un variado surtido de casquería, tendones y todo tipo de materiales cartilaginosos; platos extravagantes a base de seres singulares. Usera ha devenido en un barrio completamente chino y eso despertó la vena etnogeográfica de Matías, que pasaba por allí.
Se sabe al dedillo los calendarios de las feiras de la provincia de Lugo. Se ha infiltrado en los carnavales de invierno de Zamora y Portugal. Para él no es complicado encontrar un buen butelo, o un bagaço de primera categoría. Matías se ha empleado a fondo en el mundo galaico-portugués. Su innata habilidad prospectiva le lleva a explorar cualquier tema o situación que despierte su curiosidad, como las vías pecuarias y la transhumancia o estos restaurantes chinos que han eclosionado en Usera.
Con la misma ilusión que antaño nos embarcábamos para recorrer aldeas y castañares por la Sierra do Caurel ─atisbados por Matías desde su vespa en los largos veranos de estudiante─ acudo a la propuesta: zamparnos una ensalada de medusas y actualizarnos. Últimamente han pasado unas cuantas cosas.
Y como antes, el motivo de la ilusión no es tanto comer un plato exótico o dar cuenta de un pulpo a feira junto a los paisanos, en un banco corrido de la feria ganadera de Porto, sino departir con un viejo amigo sobre el devenir de nuestras vidas. Matías: uno de esos colegas que sabes que siempre estará ahí. Cuando lo necesites. Es importante, crucial, tener amigos a prueba de bombas.
Entre tallarines y pócimas extrañas en las que flotan despojos que parecen ser pedazos de algas traídos desde el océano Pacífico, transcurre una conversación siempre amena. Cuajada de anécdotas. Con Matías siempre me reí. Y lo sigo haciendo. Salen viajes del pasado. Atisbamos algunos para el futuro.
Comencé estas reflexiones en un bar de asientos pringosos. El típico bar que no te dice nada pero al que Matías y yo (y también Juan y otros amigos de esos a prueba de bombas) entramos siempre sin dudar. Por ver qué se cuece y charlar con el paisanaje. Empecé a escribir por esa necesidad imperiosa que me surge al contemplar la cotidianeidad menos llamativa. Una necesidad de contar, pero sobre todo de contarme, la vida.
Sin ninguna pretensión. Pero veo, según releo el post en busca de erratas, de repeticiones, de pulir mínimamente el texto original, que el inconsciente me lleva a realizar modestos homenajes a esas personas que te hacen mejor, con las que he disfrutado tanto. Lo que no digas muere contigo. Estamos aquí cuatro días. Las montañas que he subido (y las que no también) seguirán en pie millones de años después de que toda mi generación se haya convertido en polvo. Prefiero aprovechar ese breve instante que es la vida para expresar, aunque sea de una manera precaria, mi gratitud. Que las montañas sepan que Matías estuvo dando bandazos por los territorios de la curiosidad. Que sepan que su enorme versatilidad le permitió ser feliz en una tribu perdida en las profundidades del Amazonas pero también charlando con el pastor de Romanillos o llevando a sus hijos al colegio. Que sepan que eso, lo de disfrutar lo que tienes y dejar de anhelar lo que no tienes, es una lección que no va a sepultar el paso del tiempo.
Finiquito estas líneas en la cafetería del hospital, donde llevo establecido un par de años. Me han confesado que hay gente que cree que soy el jefe de cocina. Hay que joderse. Que poca pinta de escritor tengo. Se piensan que redacto el menú del día.
Y recabo una última estampa de aquella noche en Usera. El paseo en vespa ─sin duda descendiente de aquella que jalonó los vericuetos del Caurel en los veranos universitarios─ por la M30 hasta Ciudad Universitaria, donde empezó mi peregrinaje en aquella jornada madrileña. Fue mágico, como siempre que voy con Matías.
Todo un honor, amigo Jaime, el ser compañero tuyo de andanzas, incursiones, observaciones, catas, conversaciones y otras formas de aventura. El futuro nos depara muchas más, seguro. Sigue siendo un notario del transcurso de las cosas que acontecen a tu alrededor. Fino, sagaz, pulcro, inteligente.