Cuando por fin me dejo caer estoy muy lejos de casa. En el altiplano boliviano, a más de 4000 metros de altura. Tengo toda la ropa de abrigo puesta. Estoy metido en el saco y el soroche, el mal de altura, ya me ha dado el primer estacazo. El aire enrarecido unido a las treinta y algo horas de viaje y al ‘jet lag’ me han convertido en un guiñapo cuya única aspiración es adoptar una postura horizontal.
La fuerza con la que hemos salido de Madrid se ha ido diluyendo a medida que nos hemos ido encontrando obstáculos: los múltiples controles de seguridad con sus correspondientes colas, los raviolis del avión, las esperas, la tensión con la que hemos aguardado la aparición de los mochilones en la cinta trasportadora, el peso de esas mochilas colgadas de los hombros. Por fin el autobús nos ha dejado en medio de la nada, y ha continuado su camino hacia Arica, por la Ruta 4.