Cartas desde Sajama. Tomando altura

No ha amanecido aún. Pero nos ponemos las botas. Trabajosamente. La tienda está como una tabla. Del hielo. Los frontales levantan estrellitas al chocar contra el doble techo. Abrimos las cremalleras. Metemos los pies calentitos en las botas congeladas. Es complicado atarse las botas sentado en el suelo. Es complicado sobre todo ponerse de pie desde esa posición, procurando colar por el hueco abierto. A esta hora, con este frío, cualquier cosa es complicada.

El plan es intentar ver el puma de nuevo, confiando en que haya vuelto al corral o esté merodeando por los alrededores. Así que nos vamos a apostar frente a la cabaña del pastor y después, cuando salga el sol y el pastor, iremos tomando altura para prospectar el valle desde arriba, intentando ganar la máxima altura posible. Nos servirá de entrenamiento pero también para ver hasta dónde llega el gato.

Valle de los Geiseres desde el Collado de la Laguna. Al fondo a la izquierda el Sajama y antes la cuerda que pensamos recorrer

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Yo sigo sin carburar bien. El bolo de coca me ayuda a tapar carencias. Seguimos comiendo frugalmente. Y cada día hacemos un nuevo record de altura en el viaje. Retortijones cadavéricos que me obligan a buscar piedras y zanjas en las que esconderme. La intimidad es un hecho que existe aunque no haya nadie.

Subimos. Subimos. Subimos tanto que vemos un cóndor. Pero lo vemos desde arriba. Y sorprendido, herido en su orgullo, se eleva y en un periquete lo tenemos encima. Se acerca a inspeccionarnos. A ver cuánto nos falta para palmar. Lo seguimos con los prismáticos. Hasta que lo vemos mejor a simple vista. Está ahí mismo. Es enorme. ‘¡Qué chulo!’ gritamos emocionados. Nos damos detalles sobre lo que hemos visto. Celebramos el encuentro con un animal tan mítico. Me llama la atención el espolvoreado blanco que tienen las plumas coberteras, visto desde arriba. Es como si le hubiese nevado encima. Es un camuflaje perfecto. No sé para qué.

Vegetación en altura, cerca de 4900. Yareta, que es eso que parece musgo pero es una planta tipo cojín, matorrales de festuca y queñua, el del fondo de porte más arbóreo

Llegamos a la línea de nieve. Estoy reventado. Seguimos hasta un collado. 5200. Nieva. Hace frío. Tenemos hambre. Y sed. Así que nos damos la vuelta. El pico que debe de estar a 5400 queda para otro día. Meto puntos en el GPS. Ya los miraré en casa, a ver dónde coño nos hemos metido.

Vamos parando en la cuerda para buscar al gato con botas. Tiene el territorio bien marcado. Una cagada en cada paso importante. Nos acurrucamos entre las piedras. Escaneamos el territorio. Cada piedra. Caen los copos. Sopla el aire, leve. Esto me gusta. Qué le vamos a hacer, pero esto, aún así de jodido, me gusta.

Subiendo hacia el collado, reventado. Gerardo a 5200, como si nada

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El reconfortante sabor de la pasta de dientes. La mezcla de aromas que empaña la bolsa de aseo y por ende el mango del cepillo. Un resumen de la última década de aftershaves y perfumes que has utilizado con más o menos fortuna. Todo eso tamizado por el penetrante aire de la montaña. En un lugar remoto. Escuchando el incesante rumor del arroyo de montaña que transporta la nieve líquida hacia los pastos. Agua que no está helada, te sorprendes, sino tibia. Debido a los aportes de agua hirviendo de los burbujeantes geiseres. Lugar extraño para traer a colación la vida doméstica empaquetada en moléculas de aroma.

El arroyo, tumultuoso, intrépido, va repartiendo vida en su discurrir aguas abajo. Crecen hierbas anegadizas. Sobreviven en la corriente, en recodos donde el caudal se remansa. Me fijo en unas moscas. Decenas de moscas que patrullan esas micromarismas. Retozan nerviosas. Vuelan bajo. Caminan de un lado a otro sostenidas sobre sus frágiles patas. A escasos milímetros de lo que deben de ser tsunamis para ellas.

Las moscas viven peligrosamente el escaso tiempo que les ha sido concedido. Así que no lo malgastan y se dedican a flirtear con otras moscas. Algunas, más distraídas, exploran mi pie cuando lo sumerjo en la poderosa corriente tibia. Son unas descaradas estas moscas suicidas.

AUDIO Junto al arroyo, contemplando la vida de las moscas

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Florencio se afana por poner a salvo lo que queda de llama. Si la faena bien aún puede vender la carne que no se ha comido el puma. Cuando volvemos del collado lo único que queda es sangre en el suelo y algún pedacito poco aprovechable que roen los perros.

Una llama cuesta unos 800 bolivianos (95 euros) así que la pérdida es considerable. Como le toque pagarla a Florencio está jodido. Se quedó dormido, no puso las luces, ni los ladridos ni nuestros linternazos le despertaron. El puma, que debía llevar días esperando su momento, le ganó la partida.

Dice Florencio que es mejor no tomar represalias. Si el puma ve que van contra él la siguiente vez mata diez llamas, en lugar de una. Es el peaje por quedarse con su territorio. Parece algo aceptado.

Florencio pasa los días de su vida dedicado a sacar adelante a las llamas y sus crías. Debe de ser frustrante ver cómo se cobra presas el puma. Debe generar odio. Debe generar ideas para exterminarlo ¿De qué sirve un puma?

Un puma cazando llamas puede dar más dinero que una llama. Habría que poner un sistema de avisos y cuando el puma cace llevar a los turistas de Sajama a verlo. Cincuenta euros por turista. Con dos turistas ya te dan más que vender la llama en el mercado. Así funciona en África. Hay que hacer ver a la gente local que conservar fauna salvaje es rentable. Es un negocio. Si no sacan nada está claro que es cuestión de tiempo que pongan venenos o se hagan con un rifle.

Carne de llama colgada para secar y así conseguir charque

Mensaje que Florencio, el pastor, le manda a su patroncito para darle cuenta del ataque del puma

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