En colaboración con mi buen amigo Alfonso Girón hemos pergeñado este relato basado en hechos veraces. Alfon ya participó en ‘Días de nada y rosas’ aportando una galería de dibujos que después adaptó Jasten Fröjen. A veces me da no se qué pedirle dibujos porque no sé si el texto está a la altura de su arte. A ver qué os parece. Va en varias dosis, para no cansaros.
‘Y entonces, ¿para qué estoy yo aquí?’ quiso saber el grandullón aquel, con su piel coriácea, de tortuga, resquebrajada por el sol de la provincia.
Era el desigual. Ese que en una prueba de agudeza visual hay que descartar porque claramente se desmarca de los rasgos generales que definen el conjunto. El tipo, vocinglero, descamisado, sudoroso, difería del grupo de tibios y pálidos alemanes, silenciosos como electrodomésticos de última generación.
Saltó como un resorte nada más dirigirme en inglés hacia el que parecía ser el jefe. Un señor con cara cuadrada, gafas cuadradas y entendimiento cuadrado, como se vería más adelante.
Aquel embrollo en el que estaba atrapado se llevaba gestando unos meses. Pero como tantas cosas, en lugar de ponerle coto, de anticiparme a los síntomas de catástrofe, dejé que la historia cobrara fuerza hasta que me estalló en las narices.
Rememorando su inicio podría decir, en plan flashback, de esos en los que se diluye la imagen acompañado de una melodía, que fue una plácida mañana de febrero cuando sonó el teléfono. El sol brillaba con fuerza y el cielo azul, tremendamente azul, quería decirnos que los calores estivales estaban cerca. Sin embargo la temperatura era moderada y todavía tenía uno el incentivo de ir con pantalones al trabajo. Meses después serían irrenunciables las chanclas y los shorts.
La llamada, quebrando la monótona mañana, era en sí misma extraña. No recibo muchas dado que prefiero acostumbrar a mis clientes y contactos al silencioso y aséptico tono de los e-mails. Que uno puede responder cuando le da la gana.
‘¿Siiiiiii?’ contesté entre irritado y curioso. Al otro lado una mujer joven, extranjera (la imaginación hace mucho) empezó por balbucear que le habían asegurado que yo era una eminencia en el tema de la desertización. ‘Desertificación’, corregí yo inmediatamente, como buen experto puntilloso y tocapelotas.
La chica dijo hablar en nombre de una productora de documentales para un canal alemán muy prestigioso y querían contar con la voz de un experto –como yo- para respaldar las aseveraciones que pensaban hacer: que la producción de alimentos tal y como hoy estaba planteada generaba unos impactos devastadores en el medioambiente. Querían mostrar a los alemanes la mierda que había detrás de aquellas bandejas tan monas de hortalizas que vendían en los supermercados y que venían del sur de ‘Uropa’, un territorio medio bárbaro donde se bebía cerveza a lo bestia y se plantaban tomates.
Querían mostrar la conexión entre plantar tomates y las cárcavas del desierto de Tabernas. Esa era su imagen de portada. En mi línea de experto y aguafiestas tuve que salir al paso. ‘Ese desierto, en realidad, no es un desierto porque…’ ‘Bueno, bueno, eso ya lo discutirán ustedes’, cortó tajante Lydia, que algún nombre hay que ponerle al personaje, zanjando así mis nada constructivos comentarios.
Fue ahí, en ese momento, aprovechando su desplante, cuando debí rechazar la petición. Nadie mejor que yo sabía que eso de ‘experto’ era una etiqueta que me sobraba. O, llevado al otro extremo, era tan experto como para refutar los tópicos más asentados. Podría citar a otros expertos para aseverar que eso de la desertificación en ‘Uropa’ era un cuento con afán recaudatorio. Incluso siendo un ‘experto total’ podría afirmar que la desertificación no existía.
Si algo había aprendido en los últimos años –convergiendo nada más y nada menos que con Sócrates- era que la senda del conocimiento llevaba a la ambigüedad y el nihilismo. Sabiendo tanto no se sabía nada. Todo eran dudas.
Obviamente no aburrí a Lydia (la primera con y griega, que para eso soy yo el que se inventa los nombres) con estas sesudas e inútiles disquisiciones y rápidamente me puse a su disposición. Caí en la fácil trampa de la vanidad. En el fondo eso de que me tratasen de especialista en la materia me halagaba. Me adueñé de un tono de superioridad casi al instante. Actitud que se potenciaba ante las educadas frases que mi interlocutora decía al otro lado del teléfono: ¿Qué le parece a usted…? ¿Cree como experto que…? Y cosas de ese tipo.
Desde mi pedestal de abnegado científico – vocacional, apasionado, estudioso, intelectual y gafotas- las instrucciones que me iba sugiriendo (lugar, fecha, programa) las procesaba como concesiones que mi magna persona procuraba a la sociedad civil en respuesta a ciertos compromisos éticos que uno adquiría al dedicarse a la investigación: diseminar mis sapiencias para el bien de la humanidad.
‘Si quiero’ estuve a punto de decirle a Lydia para confirmar mi total disponibilidad.
Nada más colgar me dije: ‘Pero que gilipollas eres Martínez, ya la has cagado’.
Hoy, por una de esas cosas del destino, me he acordado de ti y he pensado: “¡A ver quién le encuentra la pista ahora a este chico, que estará apartado del mundo!”. Cuanto menos, te esperaba en alguna parte del Amazonas intentando sobrevivir a un linchamiento por hacer lo que no debes (una de las últimas anécdotas que tengo de ti). Porque la última persona que me imaginaba yo en Internet, Facebook, Twitter y similares eras tú. ¡Tienes hasta un Smartphone! ¿No me digas que te has aburguesado?
Lo de escribir sí lo podía imaginar, a fin de cuentas, recuerdo que en tu habitación sólo había un colchón en el suelo y unas cuantas pilas de libros. Pero de esto hace ya tanto tiempo… Hemos cambiado mucho desde entonces.
Habrá que hacerse con tu libro. Y mientras tanto, al menos algo sé de tu vida.