Así que la cuenta atrás de la bomba activada en aquella remota y plácida mañana de febrero había llegado a cero.
Era mayo, hacía más calor, y cuando bajé al vestíbulo para recibir a mis visitantes me llamó la atención un tipo desgreñado, con unas sandalias de predicador que dejaban ver unos uñones de águila que daban miedo. Me imaginé que sería el fontanero o un repartidor de váteres y por eso cuando amablemente tendí la mano a los flácidos alemanotes y les saludé en mi mejor inglés me sorprendió la voz atronadora del supuesto repartidor de chistorras. ‘Ehhhh, ¿y para qué estoy yo aquí?’
‘Soy el traductor simultáneo’ dijo con más calma. Intentando hacer ver, de manera irónica, que su rebuzno era en realidad una chanza. ‘Estos tipos de acá no entienden el inglés. Ni el español. Son alemanes de pura cepa. Funciona así: tú me cuentas todo lo que tengas que decir a estos boludos. Después yo se lo traduzco y si tienen alguna duda, te lo cuento. D’accord?’
Dijo de un tirón. Como tenía tantas dudas de que aquello fuese a alguna parte dije ‘vale’. Y me fui otra vez para los alemanes, no sin antes recibir un crujiente apretón de manos: ‘Félix Duarte Dueñas, efe dé dé, para-servirle-mucho-gusto’
Iba a ser un día duro.
Me fijé entonces en los teutones. Felisón me los iba presentando de mayor a menor rango.
El primero era el hombre cuadrado ya citado. Era el jefe. La cabeza pensante del proyecto. Le costaba mirarte a los ojos. En cuanto podía se refugiaba en una libreta llena de garabatos. Empecé a decirle algunas manidas frases en inglés a las que Felisón saltó como un perro de presa reclamando su protagonismo.
En cuanto a los otros dos, el técnico de sonido y el cámara, tuve la impresión de que eran un par de hobbits bien avenidos. El primero con ese rostro bobalicón de Frodo, ojos impúdicamente azules, rostro imberbe y sonrisa de eterna preocupación. El cámara parecía un poco más resabiado. Creo que era el único que tenía los pies en la tierra. Se limitaba a filmar las extravagancias que su jefe creía rayaban en arte contemporáneo y consideraba el trabajo como si fuese un trabajo. Es decir, sabía que lo que mejor que podía hacer era tomarse con calma aquellas horas de tedio que le servirían para tener un sueldo. Aprovechaba cada pausa, cada hueco, para liarse un cigarrito. Era un tipo que parecía más o menos feliz, sin el agobio vital de Frodo.
Ante la inminencia de la catástrofe que se me venía encima había tomado algunas precauciones. Igual que una ciudad que se parapeta tras sacos de arena ante la crecida de un río o la llegada de un huracán yo había embaucado a dos compañeros para que me ayudasen a lidiar con el asunto del Documental.
Uno era un verdadero experto y yo esperaba que su seductor discurso los envolviese y los dejase extenuados. De Paco Parra, Parrita, esperaba otras cosas.
Que me acompañase a la excursión, dado que conocía en profundidad el complejo funcionamiento del acuífero y las implicaciones de las monumentales extracciones de agua de las dos últimas décadas. Al principio todo fue bien. Los alemanes apuntaban los exabruptos que Felisón lanzaba cuando profería en alemán las cosas que mis colegas explicaban. Cosas como ‘jasten fröjen flujen mochen’ que, aunque no lo pareciese, era algo más que masticar con la boca abierta.
Yo, solícito una vez más y con esa habilidad para escaquearme que he cultivado, traía botellitas de agua y proveía de caramelos y folios a los invitados. Los primeros los robaba de la biblioteca y los segundos de la impresora. Había logrado recrear la falsa impresión de disponibilidad de recursos.
El improvisado seminario empezó a desmoronarse a la media hora. Es el tiempo máximo de aguante del ser humano ante cualquier discurso.
Allí estaba Frodo, con su cara de sorpresa perenne. Como si aún no lo hubiese asumido: ‘Que sí tronco, que te tienes que hacer cargo del anillo.’ El jefe paseaba sus pequeños ojillos por rincones insospechados de la sala: las molduras del techo, una planta en el alfeizar, los cables de la luz; quizás imaginaba tomas y ángulos desde los que filmar. El cámara preguntaba que donde se podía fumar.
Entonces tuve que quedarme en la sala para tirar de la lengua a mis compañeros y tratar de dilatar lo máximo posible la parte teórica. Parrita me dejó desolado cuando anunció que no podría acompañarnos a la visita. Tenía que recoger a sus hijos del colegio. Excusa sólida difícil de impugnar.
Felisón pasaba del español al alemán y viceversa con una facilidad sospechosa. Los alemanes necesitaban comer. Y la chica de la limpieza exigía que ahuecásemos el ala, que tenía que poner orden en esa leonera.
Los acontecimientos me pasaban por encima.