Con ganas de Norte. Candeleda

En Gredos empieza el norte. El escalón que separa las dos mesetas es una frontera innegable. Asalté a pie esa muralla hace años. Puede que ya demasiados años, aunque uno, al recordar, consideré que fue ayer, que no hace tanto, que aún es joven, que no tiene la edad que tiene.

Salí caminando desde Guisando, lejos entonces de saber que los Toros de Guisando estarían presentes en un episodio clave de mi existencia: articulaban los Judíos, moros y cristianos de Cela, libro que me llevé a Bahía Negra y que me ayudaría a evadirme de la soledad y el desamparo, evocando las polvorientas tierras castellanas.

Desde Guisando subí hasta el refugio del Rey, en ruinas. Allí pasé la noche, descansando del castigo autoimpuesto. Recuerdo la amable visión de las luces de los pueblos que articulan la comarca de la Vera, casi del Campo Arañuelo y el imponente castillo de Oropesa, convertido en Parador. Al día siguiente llegaría hasta el Circo y seguiría el río que desagua su laguna, hasta alcanzar el Tormes y hacerme una idea clara de cómo las torrenteras se convierten en arroyuelos, arroyos, ríos y cauces que finalmente salen dibujados en azul en los mapas de geografía.

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El desnivel entre ambas mesetas y las cumbres de Gredos es desigual. La Fosa del Tiétar hace que el escalón sur, tapizado de encinares que trepan hasta cotas inesperadas, sea mucho más pronunciado que el de la vertiente norte, donde la llanura se alcanza antes de lo previsto.

Candeleda se antojaba un refugio al que llegar tras cruzar Andalucía y las calcinadas tierras de La Mancha. Allí, en la cara sur de Gredos, las gargantas echan agua incluso en los veranos más calurosos. El follaje verde proyecta sombras frescas. Los merenderos son lugares de esparcimiento donde los jubilados echan partidas de dominó, en mangas de camisa, o en esas camisetas de tirantes que solo llevan los abuelos. Con cadenitas de la virgen que se enredan en los pelos canos del pecho.

Las abuelas juegan con los nietos en la piscina natural que forma la Garganta de Santa María. El pueblo entero se arremolina a su alrededor en el día más caluroso del año. Incluso el torrente parece adormecido con la canícula. Muestra cierta condescendencia con los humanos, que dejan una huella sucia y efímera en sus aguas amansadas: colillas, latas de cerveza, envoltorios de helados.

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Candeleda es un pueblecito que conserva cierto encanto. Sus palmeras ya avisan de que hay un microclima ciertamente llamativo. Por eso la ola de calor no tiene reparos eninstalarse entre sus calles y casas de piedra.

Aguardamos la hora de asaltar la muralla. Por el puerto del Pico va a ser. Siguiendo en repliegue de curvas que se superpone al trazado en zeta de la calzada romana. Sí, ahí empieza el norte.

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