En agosto es difícil descansar. Un calorazo incómodo, pagajoso te ralentiza. La costa, donde vivo, se llena de gente con ansias de desconectar. Se llenan los bares, no hay dónde aparcar. Todo se vuelve incómodo, bullanguero. No es lo mismo ir a tomar una paella cuando el restaurante sirve a cuatro mesas que cuando hay que solucionar cuarenta comandas. Se diluye la sustancia.
Te rodea una muchedumbre que ha venido con el firme propósito de relajarse y divertirse. Tratas de que tu rutina se mantenga imperturbable a las hordas de turistas, a la atmósfera calenturienta que todo lo impregna. Imaginen un oficinista que al entrar al ascensor, con su maletín, aspira los efluvios de crema del sol con sabor a coco. Queda incapacitado para todo el día. Los olores, esas moléculas evocadoras, capaces de movilizar a toda la red neuronal, te llevan del coco al espeto de sardinas. A continuación sientes las manos llenas de grasa. Estamos muy lejos del aroma del café mañanero. De poder actuar de una manera más o menos civilizada.
Has pasado una noche espantosa. Por más que abrieses en canal la casa para que circulase una mínima corriente de aire no has pegado ojo. La espalda empapada en sudor, pegada al revoltijo de sábanas. Tardaste mucho en dormirte. Con las ventanas abiertas se oía todo. La tele de los vecinos de arriba. Cómo se suenan los mocos los de al lado. Los sempiternos niñatos dando por culo con sus motos. Es una época, agosto, propia para estar al tanto de las miserias del vecindario. El pudor cede a los cuarenta grados.
Exponemos, nos exponemos en verano. Salimos medio en pelotas a tender la ropa. Cuerpos que sudan sin parar, en busca de aire acondicionado, de una piscina en la que flotan avispas ahogadas.
El coche aparcado bajo la raquítica silueta de un arbolejo que, más que sombra, produce una especie de frutos carnosos que caen al suelo tapizando de pulpa en descomposición la acera. Te vas quedando pegado y las suelas de las chanclas meten esa papilla orgánica hasta el último rincón de tu casa.
El peaje de dejar el coche “a la sombra” es una variada colección de cagarros de paloma, estornino e incluso lavanderas, que parecían tan recatadas. Duermen en la despeluchada copa del árbol y se cagan, cada noche, en el parabrisas y la carrocería.
Cuando abres el coche compruebas que, en efecto, la sombra no pudo hacer frente a un agosto que se ha propuesto dejarte huella. Dentro hay por lo menos quinientos grados. Por ver si se ventila abres las cuatro puertas. No, no se ventila.
¿De qué están hechos esos excrementos? ¿No han pensado los científicos, los de la NASA, en utilizar ese engrudo como el pegamento definitivo? Te preguntas esto mientras te afanas con la manguera a presión y no puedes arrancarlos. Has descubierto que el túnel de lavado de la gasolinera es un lugar agradable. Hay un cepillo en un cubo de agua sucia que utilizas para dejar el coche impoluto. Te gusta lavar el coche. Agosto te hace caer bajo, muy bajo.
La basura se pudre mucho más rápido. El hedor de las bolsas que se amontonan alrededor de los contenedores es otro síntoma del verano, de que la gente está de vacaciones. El exceso de población flotante desborda la planificación logística de los ayuntamientos. Se atasca la piscina. Saltan los plomos. La playa se llena de desperdicios. La tranquila costa no soporta ir a dos marchas más.
El calor y la humedad realzan el olor a orines de las esquinas, donde mean perros y borrachos. Las calles tienen un aspecto grasiento. Te recuerda mucho a Delhi, ese olorcillo a miasma y el aspecto deplorable.
El vecino manitas del bajo se ha propuesto joderte el ratito de tranquilidad que has encontrado entres los treinta y cuatro y los treinta y siete grados. Se ha comprado un soldador en el LIDL, superficie comercial propensa a surtir con todo tipo de herramientas y cacharros insospechados a los aficionados a las ofertas. El vecino considera que él también es capaz de ser autosuficiente en este mundo capitalista. Puede construir cosas por sí mismo. No necesita profesionales, que cobran un dineral por hacer cualquier cosa.
Tienes el privilegio de ver ─y escuchar─ sus primeros balbuceos en el apasionante mundo del bricolaje. Trata de levantar un chamizo, o algo parecido, para dar sombra ─está muy cara la sombra este agosto─ a la barbacoa, que también se ha hecho él mismo a base de saldos del Bricodepot.
Le ves la raja del culo asomar cada vez que se agacha esforzadamente. Te desquicia la sierra metálica. La vida pegajosa le mantiene a uno en un permanente estado de irascibilidad.
Y todo para hacer una mierda de forjado que aporta un indiscutible aire de chabolismo a la casa y, por ende, al lugar en el que vives. Desdibujando por completo la idea original del arquitecto.
La previsión del tiempo produce mapas cada vez más sofisticados y confusos. Que si la temperatura máxima caerá dos grados pero subirá la mínima. Colores que hablan de variaciones, no de valores absolutos. Tu conclusión, después de levantarte entre sábanas empapadas de sudor, es que hace un calor de cojones y lo va a seguir haciendo. Es verano, es el jodido agosto.
Compras cajas de polos de naranja y limón. Son tu premio. Articulan el día. Quieres que sean tu remanso de paz, tu oasis. Hasta que algún autodidacta arranca la motosierra o se pone con la esmeriladora. No hay manera.
El campus de la Universidad es una enorme extensión vacía. Edificios abandonados. Parkings sin coches. Allí has llegado con tu maletín, con el olor a coco en la pituitaria. Te encierras en un despacho, en penumbra. Con el aire acondicionado. La máquina del café estropeada. Los de mantenimiento de vacaciones. Escribes para sobrevivir. Resulta que te gusta trabajar en agosto. En medio de la nada. Con cinco horas de sueño. En agosto es difícil descasar.
Pues sí, agosto es un mes difícil de llevar, si quieres evadirte de la muchedumbre, el calor y los excesos del verano. Pero lo mejor de agosto es que luego llegará septiempre …