Otro post de la serie ‘Respirando salitre. Historias de un buzo’. Por J.M. Valderrama & David Acuña.
Imaginen un flan fuera de su molde, volcado sobre un plato. Ahora cojan una buena cucharada. Lo que queda se parece a la isla del Hierro, la más occidental y meridional del archipiélago canario, el último pedacito de tierra conocido que dejaban atrás los navegantes en su viaje a las Américas.
La hondonada resultante es la consecuencia de sucesivos deslizamientos que acabaron con buena parte del relieve volcánico de la isla. A tenor del tenue filo que ha quedado, no parece descabellado pensar en futuros desmoronamientos. Mientras, en la ladera que queda en pie, las sabinas se anclan a la tierra volcánica para aguantar los furiosos embates de los alisos. Fruto de ello son sus retorcidas formas, adaptadas a la dirección dominante de los vendavales.
La mayor parte de la isla es costa acantilada que se sumerge sin piedad hasta el fondo marino, propiciando calados de envergadura que facilitan la aproximación de criaturas marinas de gran porte a las cercanías de la isla. Esta orografía, unida a la transparencia de sus aguas y al buen estado de conservación, hizo que proliferasen los centros de buceo en un pequeño pueblecito llamado La Restinga, justo en el inicio de una pequeña reserva marina.
Allí fue a parar David. Con sus títulos de buceador profesional y de instructor tenía credenciales suficientes para trabajar como guía en uno de esos centros. El lugar era espectacular. Abundaban los peces de gran tamaño, y entre ellos destacaban los meros, tan familiares y peculiares que los buzos les iban bautizando con nombres que resaltaban sus singularidades. Como Pancho, un enorme mero conocido por su carácter “amistoso” con los buceadores, permitiéndoles acercarse y fotografiarlo a placer.
La claridad de las aguas de El Hierro, que a veces supera los 40 metros de visibilidad, aporta una belleza irreal a sus paisajes submarinos. La ondulante y cambiante superficie marina filtra caprichosamente los rayos solares, dotando a la luz de movimiento y vida propia. Si a eso se le suma la posibilidad de sobrevolar esos paisajes, de explorarlos en sus tres dimensiones, la experiencia se vuelve mística.
Estas aguas cristalinas también invitaban a David en su tiempo libre a visitar zonas más profundas, a descubrir tesoros que aún permanecían ocultos a la inmensa mayoría de buceadores. Allí podía sobrevolar lo que parecían grandes extensiones de coníferas y que en realidad eran “árboles” de coral negro. Esta especie también se encuentra a menos profundidad, pero restringida a grietas y paredes. Es a partir de los 40 metros de profundidad cuando crece tapizando el fondo rocoso, formando densos “bosques” de una belleza estremecedora.
Cada día, durante los siguientes años, David fue buceando una y otra vez los mismos sitios. Aprendiéndose cada recoveco, cada grieta; advirtiendo los diferentes matices que el siempre cambiante océano ofrecía. Era un disfrute tranquilo y sereno, como el del caminante habitual que recorre su sendero favorito y va descubriendo un nuevo nido, una flor que ayer no estaba ahí, una inesperada abundancia de frutos en un arbusto que hasta entonces le había pasado desapercibido.
Esta apacible monotonía se veía alterada de vez en cuando por excitantes sorpresas. A diferencia del entorno terrestre, donde hay barreras físicas infranqueables para la fauna silvestre, el mar permite la libre circulación de especies. Si se tiene la suerte necesaria, o se pasa el tiempo suficiente, uno puede ser testigo de encuentros excepcionales. Como una soleada mañana de abril cuando, justo al salir del puerto para dirigirse a un punto de buceo cercano, se encontraron de bruces con un soplido de varios metros de alto.
David, tras ponerse la máscara de buceo y entrar al agua en tiempo récord, se encontró con una imagen que jamás olvidaría. A unos veinte metros de profundidad, bajo unas aguas cristalinas, yacía inmóvil sobre un fondo multicolor de rodolitos una ballena jorobada con las “alas” desplegadas. En este cetáceo las aletas pectorales son realmente grandes, casi parecen alas, de ahí el nombre del género al que pertenece, Megaptera. Tras unos momentos de duda la joven ballena (apenas sobrepasaba los 10 m de largo) reaccionó y se acercó a los buceadores, dándoles unos breves e instantes de magia que jamás olvidarían.
La segunda instantánea que se le quedó grabada a David fue la de un ojo del tamaño de un melón que le escrudiñaba curioso. Fue un encuentro con una de las criaturas más bellas y elegantes que uno pueda concebir. Excepcional, además, porque esta especie sólo había sido avistada en Canarias en contadas ocasiones. Pero si algún encuentro marcó a David este tiempo, fue el de su primer gran tiburón.
Ballena jorobada fotografiada por David
Canarias es una zona “tiburonera”, a pesar de una opinión más generalizada que sostiene lo contrario. Esta se fundamenta en lo escaso y excepcional de los encuentros con escualos por parte de buceadores. Sin embargo, hay una especie de tiburón que se avista de forma muy frecuente en las islas, sobre todo en invierno.
El angelote parece más una raya que un tiburón, debido a su aspecto aplanado y a su costumbre de pasar la mayor parte del tiempo semienterrado en la arena, esperando para emboscar a potenciales presas. En un rápido movimiento apenas perceptible por el ojo humano, el angelote proyecta su boca y engulle de un bocado al despistado pez que no se percató de su presencia.
Los angelotes eran los principales atractivos de unos buceos nocturnos inigualables. En determinadas épocas del año se congregaban en el interior del puerto de La Restinga enormes bancos de gueldes, que descansaban tapizando el fondo arenoso al caer la noche.
Ahí les esperaban angelotes y una especie de raya, la mantellina, que tiene una técnica de caza aún más excepcional si cabe. Las mantellinas se quedaban igualmente inmóviles sobre el fondo, con sus anchos cuerpos extendidos. Conforme pasaba el rato, cada vez más gueldes iban asentándose sobre la propia mantellina y el fondo que la rodeaba, ignorantes de su presencia. En un momento determinado se oía un golpe seco bajo el agua. Era la mantellina que se alzaba de forma súbita, creando un vacío bajo su cuerpo, succionando de esta manera a los gueldes que estaban a su alrededor.
Inmediatamente la mantellina volvía a sellar sus aletas contra el fondo (éste era el origen del sonido seco que se escuchaba), creando una trampa sin salida para todos los peces que se encontraban bajo su cuerpo. Entonces comenzaba pacientemente a vaciar el espacio que quedaba bajo su cuerpo y que contenía los peces atrapados, tragando agua con su boca ventral y expulsándola a través de los opérculos situados en la parte superior de su cuerpo, hasta finalmente engullir a todos los peces que bajo ella se encontraban.
Pero volvamos a los tiburones. En una de sus primeras estancias en El Hierro, David tuvo la suerte (y el susto) de verse a cara a cara con una especie de tiburón de aspecto imponente, un extraño visitante de aguas profundas. El solrayo es un tiburón de carácter pacífico según indican los libros y el escaso conocimiento que se ha acumulado sobre esta especie. Pero cuando uno se encuentra de frente una boca en la que no caben los dientes y ve esa temible silueta oscura aproximándose de frente, la teoría salta por los aires.
La realidad es que uno se acojona cuando semejante mole se le viene encima. Metidos en una grieta, David y el afortunado grupo de buceadores a los que guiaba, vivieron con emoción y altas dosis de adrenalina el paseo del escualo que, efectivamente, se limitó a curiosear a su alrededor. Era una hembra que parecía claramente preñada, por lo exagerado del abultamiento de su barriga.
Se piensa que esta especie, que normalmente vive entre los 400 y 1000 metros de profundidad, puede acercarse a parir a las aguas someras del Mar de Las Calmas, como se conoce esta zona a resguardo de los constantes alisios. Los solrayos tienen dos crías, una por útero, y un sistema reproductivo excepcional, la ovofagia o canibalismo uterino. Esta estrategia reproductiva consiste en que un solo embrión sobrevive y se desarrolla alimentándose del resto de huevos que se encuentra en el útero una vez ha reabsorbido su saco vitelino.
El inofensivo solrayo
Fueron tiempos felices en La Restinga. Casi siempre lo son cuando uno es joven. Lo cierto es que David disfrutaba mostrando el paraíso a los buceadores que llegaban hasta El Hierro y contándoles estas historias y otras muchas sobre los protagonistas que habitaban aquellas aguas tan limpias. Sin embargo, ni en este rincón perdido del Atlántico uno podía abstraerse de que los fondos submarinos no escapaban al peor depredador del planeta. No se trataba de tiburones, si no de un mamífero que se había hecho dueño del planeta: nosotros.
Cuarta entrega de la serie “Respirando salitre. Historias de un buzo’. Lee aquí la historia completa:
Papá, quiero ser biólogo marino
Me han entrado ganas de bucear! Gracias por transportarnos al fondo marino!