Toda la vida escuchando en la radio el atasco eterno del nudo de Manoteras. Nombre castizo donde los haya. Castellano sin paliativos. Manoteras.
Los Moragones eran una de esas familias buque insignia del barrio, de la barriada, a las afueras de Madrid. Competitivos, descarnados, chulos y provocadores. Chavalitos al mando del equipo de futbito que ganaba aquellas copas enormes con las que se decoraban las fiestas del barrio. También había baile y orquesta. Y campeonato de mus. Los Moragones acaparaban trofeos y fama. Espoleaba su orgullo, afianzaba la forma de hacer las cosas. Eran unos supervivientes que supieron hacerse un hueco en la capital.
Todo eso imagino mientras desayuno en el pequeño bar, a deshora, refugio de viejos con palillo, albañiles, abuelas que presumen de nieto. Aquí he venido a parar, huyendo del portentoso buffet que ofrecía el moderno hotel al que una cadena de acontecimientos inesperados y compulsivos me arrastró.
Barrio industrial, de naves. Bordeando la nacional, la que va a Burgos, la del Norte. Bordeaba la delincuencia en los ochenta. Gente de aluvión, honesta. Los estragos de las drogas. Los años de plomo. El tráfico. Aquí mejor que destripando terrones, en Extremadura, por entonces pobre, sin futuro, sin subvenciones. Los Moragones mejor aquí que pendientes del granizo. Un lugar atosigado por el tráfico pero resguardado de las inclemencias. El hambre duele más que las hipotecas.
Manoteras. Que tuvo tierras de labor con las que se especuló. Madrid crecía, engullendo campos de amapolas, campos sucios de jeringuillas, por los que sacaban a pasear a sus perros, en apresurados paseos matutinos, los que por entonces tenían la extravagancia de meter animales en pisos. Manoteras, en el borde de la ciudad, fue tragada por la ambición y la prisa de Madrid, una megápolis cuajada de autovías y variantes que no dan abasto. Nunca dan abasto. Desde que tengo uso de razón siempre es necesario otro carril, otro puente, otra circunvalación, otro túnel, más líneas de metro. Un comportamiento voraz.
Oficinas, edificios rutilantes. Una red de transporte público que se abre paso hasta los antiguos eriales. Abigarrados entramados de autovías en los que aún quedan descampados.
‘Isla de Manoteras’. ‘Fashion Sanchinarro’. Nombres que evocan paraísos, lugares de ensueño. Solo los Moragones se atreven a poner churros y tortilla de patata y llamarlos por su nombre. Estirpes condenadas a desaparecer en un mundo de envoltorio. Un mundo de pacotilla que habla de ‘delicias de jamoncitos de pollo’ y ‘salmorejo de sandía’ cuando quería decir pollo asado y gazpacho.
Los Moragones ya no pintan nada en el barrio. Taberneros que ponen cafeses a los muchachos engominados y trajeados que vienen a comerse el mundo y no saben que se les va a atragantar en breve. Del antiguo esplendor, de aquella soberbia adolescente que ganaba trofeos de futbito y tentaba a las chicas más guapas, apenas queda nada. Las copas y medallas entre las botellas de coñac y ginebra, que dejan sus cercos pringosos en unas baldas de cristal que quisieron ser modernas. Tras los expositores de magdalenas y bollería variada, en la retaguardia del bar. Fotos desteñidas de la época. Desapareció el campo con las porterías, que llegaron a tener redes y todo. En otoño un pastor llevaba allí a las ovejas, que segaban a diente la hierba del terreno de juego.
Paseo al azar. Me meto por calles tentativamente, hasta construir el mapa de la zona en mi cabeza. Quedan campos vallados donde la primavera se expresa en una explosión de masa vegetal que aturde. Arbustos, herbazales, amapolas, flores moradas y amarillas. Una vegetación espléndida que pronto junio agostará y julio pulverizará.
Son escuetos refugios silvestres que el ciudadano mira con desdén, aunque también con asombro. Son esos mismos eriales agrietados, polvorientos, llenos de baches y rodaduras que utilizan para aparcar como sea, los que han sacado de la nada flores e insectos; incluso discretas aves pardas que especulan con la cosecha de las gramíneas. Parece un truco de magia.
Llama la atención al transeúnte casual, que camina sin prisa y sin ocupación, el trajín de hormigas cabezudas, de un negro brillante, como de gominola, que se hacen dueñas de esos campos. Se organizan en filas que parecen cintas transportadoras, un mecanismo preciso que concienzudamente tritura, mueve y almacena los vegetales que el sol y el aire van desecando.
Más que una extravagancia, las hormigas resultan ser los habitantes más antiguos del nudo de Manoteras. Junto a las especies anemócoras, los grillos y estorninos. Estaban antes que los Moragones. Y desde luego que todas esas empresas de nuevo cuño instaladas en la modernidad.
La vida sigue. Y las hormigas horadan el subsuelo, atravesando autovías y metros. Desafiando los pulidos suelos de mármol de los más afamados centros comerciales.
Abandono Manoteras y me traslado a tomar apuntes a otros lugares. Es un placer observar y después imaginar el pasado y el futuro.
Vas a popularizar manoteras! Este es el momento de invertir! Buen relato
muuuuy bueno novelista!!