Expatriado

Mira la caja distraído. Medio oculta entre papeles, los mandos de la tele; el desorden inherente a una casa con niños. Cada vez que se fija en el mapa que decora la cajita plana de aluminio, un diseño con los colores corporativos de la compañía, le resulta inevitable evocar aquellos años ásperos y a la vez felices.

Cuando se acabaron los bombones que contenía, la caja sirvió, durante muchos años, para guardar rotuladores. Era cuando había orden y un plan minucioso para cada parcela de su vida. La caja, discreta, en el despacho, antes de que fuese convertido en la habitación de la niña, formaba parte de esa decoración minimalista propia de las generaciones impregnadas de tecnología y prisa.

Cuando Daniela apareció en sus vidas, el caos no tardó en adueñarse de todas las estancias de la casa. El sofá se echó a perder. Bajo las manchas desaparecieron los argumentos tan lógicos y contundentes de aquel vendedor que alababa la magnificencia de la tapicería. Bastaría con pasar un trapo húmedo para borrar cualquier tipo de suciedad, garantizaba.

El parqué sufrió daños irreparables y los juguetes invadieron espacios reservados para adornos, plantas o, simplemente, vacíos caprichosos que ayudaban a sosegar el yo interior.

De ese ‘yo’ no quedaba nada. La caja, obviamente, pasó a ser propiedad de la niña nada más detectarla. Se encaprichó de ella por razones que nunca se aclararon. Era su juguete preferido. Una especie de talismán en el que iba guardando todo tipo de pequeños y extraños tesoros. Previamente, con los rotuladores, hizo gala de sus capacidades artísticas en las paredes y, cómo no, en el sofá. Esas manchas tampoco salieron.

Amansada tras una tarde de emociones y saltos ─la reacción habitual a la visita de tíos y abuelos─ Daniela se había dormido a la vera de su padre, en el sofá desfondado. Mientras, dichoso y agotado, trazaba la historia de la caja hasta llegar a los campos de gas de Argelia, en medio del desierto.

En su condición de expatriado gastó buena parte de su juventud bregando con aquella patulea de vagos, oportunistas y mercenarios gracias a los cuales, cuando se lograba una mínima coordinación y orden, las empresas petroleras prosperaban en terreno hostil. Allí donde no quería ir ni dios.

Sus responsabilidades, en el papel, en el contrato que alegremente firmó en las modernas y silenciosas oficinas donde la multinacional tenía su sede central, cubrían los asuntos relacionados con la seguridad en el trabajo y el cuidado del medioambiente. La realidad era muy distinta en medio del arenal infinito, en aquel fort apache adornado con alambre de espino y perimetrado de militares desarrapados, pero armados hasta los dientes.

De entrada, la palabra medioambiente carecía de contenido una vez que salía de Europa y aterrizaba en alguno de esos países miserables donde la vida no valía mucho. A cambio había petróleo, gas, coltán o cualquier otra de esas codiciadas materias primas que el mundo desarrollado necesitaba cada día para ponerse en marcha.

Él, en el fondo, era un mediador, un negociador, entre la empresa y los trabajadores. Una nube de gente que hablaba a voces, sin cualificar, que veían el cielo abierto cuando los incautos hombres blancos querían asentarse en sus tierras. Aquella era la mano de obra que era obligatorio contratar para que el gobierno de turno diese el permiso para agujerear el desierto. Bajo su responsabilidad medraban tipos que apenas sabían escribir y que hasta entonces se habían dedicado al pastoreo de cabras y camellos por los duros secarrales. Cobraban más que él; era parte de la tajada por tener acceso directo a los pozos.

Recuerda cómo eran aquellas jornadas sin descanso. Trabajaba un mes entero y luego descansaba otro. La vida era dura. Bajo el machacante sol anhelaba unas gotitas del aire acondicionado que parecía derrocharse en las oficinas centrales. Las tormentas de arena azotaban con frecuencia aquella fortaleza en medio de la nada.

Recuerda y esboza una sonrisa. Acariciando los caracolillos de su hija. Así es el efecto del tiempo. O más bien el efecto del paso del tiempo. Un eficaz disolvente que se encarga de borrar todos los detalles incómodos, conservando solo aquellas pistas que nos llevan a creer que vivir es fácil.

Costaba mucho hacerles cumplir un horario. En realidad otro concepto carente de sentido, como el de frontera o previsión, para todos esos millones de seres humanos que contemplan desconcertados el ajetreado modus operandi del estilo de vida occidental. Tan encorsetado, tan amigo de arrinconar lo que verdaderamente a uno le llama, tan poco instintivo.

Lo que casi le cuesta varios infartos era ver cómo se paseaban los trabajadores por las instalaciones con sus cigarrillos. De nuevo le resultaba imposible reprimir una sonrisa, instalado en el confort de su casa, lejos ya, definitivamente, de la lucha en primera línea. Sabedor de que al día siguiente irá al despacho en su jaguar, que lo dejará en el parking reservado. Es lo que tiene ser un directivo de cierto prestigio.

La sonrisa se le transforma en dicha al contemplar a Daniela dormida, ajena por completo al complicado mundo que habitaban sus padres. A un mundo lleno de enrevesadas relaciones comerciales que hacían de la geopolítica una materia suculenta.

Fumaban como perros los pastores reconvertidos en técnicos de mantenimiento. Se gastaban medio sueldo en Gauloises. Daba espanto verlos manipular las enormes llaves de paso que derivaban vapores y líquidos de un lado a otro de la factoría. No había modo de hacerles comprender la relación causa efecto entre fumar, escape de gas y saltar por los aires.

Se tomó muy a pecho el problema. Su integridad, incluso la del recinto al completo, le iba en ello. Dio varias charlas para convencerles de las consecuencias de fumar en sitios en los que estaba expresamente prohibido. Habla y tosía, envuelto en una nube de humo que la luz del cañón atravesaba a duras penas para mostrar imágenes de terribles accidentes ocurridos en diversos oleoductos de la región.

Los muertos y miembros amputados no hacían mella en un público repantingado que se tomaba las sesiones de proyección como un rato de asueto en el que reírse con los compañeros. ¿Cómo iban ellos a fumar si había un escape de gas? Estos extranjeros no entienden nada. Al escuchar el silbido de un escape inmediatamente apagarían el cigarrillo. Y luego se acercarían a buscar la fuga. Hombre claro, si fuese de noche encenderían una cerilla para ver mejor. ¡Qué cosas! Estos tipos imberbes que tenían como jefes no sabían nada de la vida.

La vuelta a la civilización, con cada fin de turno, era fatigosa. Entrar y salir escoltado de las aisladas fortalezas que las compañías mantenían como punta de lanza de sus negocios en el amenazante y bello desierto llevaba tiempo, trámites, sobornos y altas dosis de paciencia.

Fue en las Navidades de su segundo año expatriado cuando le regalaron la caja. Originalmente era un estuche con chocolatinas primorosamente dispuestas. Había tres sabores, identificados con los colores corporativos. Allí, en un encuentro aparentemente desenfadado, con compañeros que venían de otros enclaves igualmente aislados, jefes y algún gerifalte, surgió la posibilidad de un nuevo destino.

Estaba harto de tragar polvo y lidiar con marrones que no hacían más que rebajarle la esperanza de vida. Como experto en seguridad del trabajo, era consciente de que un nombre más apropiado sería ‘Inseguridad del trabajo’. Aquellos tipos no tenían remedio y cualquier día volarían por los aires.

Te conviene seguir haciendo currículum en el extranjero, insinuó uno de aquellos jefes bien trajeados. Con parsimonia, dueño de unas buenas maneras y cordialidad adquirida a base de cócteles, reuniones internacionales y serios actos institucionales. Era un modo elegante de hacerle ver que no tenía más remedio que seguir picando piedra por países tercermundistas y caóticos. Su cometido, todavía, era hacer milagros presupuestarios y dar la cara por la compañía. Lo que más se valoraba era pasar desapercibido. Los mejores eran aquellos que tenían la capacidad de ahogar todas las protestas, reclamaciones y desajustes que generaba la explotación, siempre en el limbo legal, de materias primas tan apetecidas. Que nada de lo que allí pase se filtre aquí, afirmaba el jefazo, que cuando alguien diga tu nombre nadie a la primera sepa quién eres, porque si tu nombre está en boca de todos es que ha pasado algo grave.

Sí, un año más y con tu experiencia podrás ocupar un despacho en el central. Ya verás, anunció con cierto atrevimiento. Amablemente le ofreció una copa de cava con la que brindaron para reafirmar esos buenos propósitos. Era una conversación distendida, de pie, rodeados de bandejas de vistosos canapés elaborados a base de crema de pistacho, crujiente de sésamo y soplapolleces de ese estilo. Muy lejos del arroz costroso con moscas que servían en fort apache.

Aunque de manera informal le habían denegado la vuelta a casa, le habían ofrecido un ramillete de opciones que, al menos, le permitirían cambiar de aires y revitalizar su entusiasmo por el trabajo. Sudán, Chad, Libia, Venezuela, Siberia, enumeraba a golpe de muñón aquel tipo especializado en eventos de empresa, pero con un pasado de penurias difícil de igualar.

No pasó desapercibido el fútil intento por ignorar la minusvalía. Seguro de sí mismo, respondió al relámpago de espanto que percibió en la mirada de su interlocutor. ¿Esto?, dijo levantando el brazo, un recuerdo que me traje de Gabón. Estaba sujetando un cable que previamente me cercioré de que habían asegurado. Nunca te puedes fiar de esa gente. Se soltó una carga que acabó por poner en marcha el cable de acero. Me segó la mano sin sentirlo. Salió volando y cayó a un río de esos de aguas marrones. Tardaron una semana en sacarme del país. No me amputaron el brazo de milagro. No sé cómo, alguien paró la hemorragia y me drogaron a base de raíces de una planta de allí. Fueron días extrañísimos. Trajeron un brujo de una aldea cercana que canturreaba a mi alrededor espantando los malos espíritus.

Tragó saliva y dijo que lo sentía. No pasa nada hombre. Tú sabes cómo es esto, un descuido y ¡zas! te quedas sin mano, o explota una tubería. Es nuestro trabajo, anticiparnos a los fallos, desactivar trampas fatales.

Ya, claro, respondía abrumado por la confianza que le mostraba aquel tipo entrenado para mostrar una falsa complicidad (¿o es que era tan bueno que se la estaba colando?).

Es el precio que hay que pagar por alcanzar la cumbre de la pirámide. A cambio de la mano mira donde estoy. Tengo los huesos en una caja de cristal y de vez en cuando los miro para acordarme de que lo que me he ganado ha costado mucho.

Se atragantó y casi escupió sobre un camarero que pasaba por allí aquella excelsa espuma de carabineros sobre pelotitas de albahaca.

¡Ja,ja,ja! ¡Te lo has tragado! No-hombre-no. Vete a saber dónde está la mano. Se la comerían los peces. Bueno, piensa si te interesa alguno de los destinos que te he propuesto antes y lo movemos rápido.

Dejó sobre el asiento del copiloto la caja que le habían regalado con las chocolatinas. Probó una. Masticaba despacio, saboreando el chocolate. Todo costaba mucho. A los belgas, por ejemplo, les costó lo suyo afianzar su dominio sobre el comercio mundial del cacao. Reposaba la información que le habían dado y las decisiones que implicaba tomar. Le quedaba una semana de vacaciones. El desierto le esperaba.

Cómo habían cambiado las cosas desde entonces. Daniela había puesto sus vidas patas arriba. La suya y la de su mujer. Todavía tenía la caja. Allí seguía, un poco descascarillada y abollada, pero reconocible. El silencio y la respiración pausada de su hija se habían adueñado de la estancia.

Finalmente se decidió por el Caribe. Estaba harto de masticar más arena y el frío extremo le acobardaba. Sudamérica sonaba bien aunque el mismo iba desmitificando esas estampas idílicas de playas blancas y cocoteros. Seguro que el Caribe era otra cosa cuando se trataba de ir como expatriado.

Acertó. El lugar se llama ‘Tierra firme’, un topónimo fiel a la realidad con la que se encontró. Un terreno anegado buena parte del año donde el manglar se extendía hasta la costa. Las playas no eran un lugar seguro y bañarse en aquel agitado y peligroso mar no era una opción que la población local contemplase. El mar era su enemigo y, a la vez, la despensa que había que saquear cada vez que se dejase.

Era evocar su estancia en el Caribe y automáticamente se rascaba. Le picaron miles de mosquitos. Prosperaban a miles en los alrededores del villorrio en el que la compañía tenía las oficinas. Desde allí suministraban y daban soporte a la plataforma que había varias millas mar adentro.

Durante unos años su vida transcurrió entre inminentes golpes de estado, ataques de malaria y la sensación de que en cualquier momento todo se iba a la mierda. Tras los sobresaltos llegaban períodos de forzada ociosidad por falta de algún repuesto. Eran horas vacías que pasaba tumbado en una hamaca donde los moscones, impertinentes y descarados, exploraban cualquier orificio que quedase a la vista. Se acordó mucho de la mano de Galetti. Él también se había redimido; merecía un puesto en las oficinas centrales.

Se acercaba la hora de llevar a Daniela a la cama. Hay que proceder con cuidado. La tiene que llevar en brazos hasta su cuarto sin que se dé cuenta. Si no reclamará quedarse un poco más en el sofá. Sube las escaleras que conducen a los dormitorios. La alfombra amortigua sus pisadas. Recorre a tientas el pasillo y continúa con la evocación de los tiempos tropicales.

Sus órdenes eran poner orden. Resultaba particularmente complicado gestionar el transporte de trabajadores entre el continente y la plataforma. Paradójicamente a veces no había gasóleo para llenar los depósitos; otras la tripulación se amotinaba. Negociaba con mercenarios de diverso pelaje y condición. Las temporadas que pasaba en el mar se hacían largas. Durante los tenaces anticiclones le embargaba una sensación onírica de atemporalidad; parecía flotar sobre una balsa de aceite. Por el contrario, las borrascas tropicales ponían en serios aprietos la resistencia de los cables que les anclaban al lecho marino.

La rutina carcelaria era muy estricta. Por las duchas comunes circulaban cuerpos ajados, exageradamente decorados con tatuajes sanguinarios y cicatrices que hablaban de peleas feas. El cruel sol del Caribe y la atroz comida iban dejando secuelas. Las noches podían ser eternas. Costaba conciliar el sueño entre violentos ronquidos y un penetrante olor a pies. Solo el cansancio de las largas jornadas lograba doblegarle. En el duermevela imaginaba los detalles de su casa ideal.

Al fin llegó su oportunidad. El caudillo cayó y la revolución desbarató lo poco que quedaba en pie del país. Aseguraban que solo a partir del fuego purificador podría construirse una gran nación. Prometieron paz y prosperidad, como santa Claus, pero en el fondo eran otra mala copia de Bolívar.

Se incautaron bienes. Se cortaron las comunicaciones. Los extranjeros fueron evacuados. Los cabecillas del nuevo golpe decían que eran los de afuera los culpables de todos sus males.

De vuelta llamó a Galetti. Y tuvo suerte. Esta vez sí había un puesto libre en las oficinas centrales. Nada de Angolas ni Archipiélagos Gulags. Al fin lo consiguió.

Observando a Daniela dormir todo había merecido la pena. Cerró con cuidado la puerta. Abajo le esperaba un poco de trabajo, su mujer estaba a punto de llegar. Pondría en orden las ideas para la charla sobre seguridad. Ahora se dedicaba a formar a la gente que la compañía despachaba a esos destinos incómodos donde uno se ganaba el derecho a una vida cómoda.

Recogió un poco la mesa. Cerró la caja y vio el mapa del mundo que la adornaba. Sí, todo había merecido la pena.

Un comentario sobre “Expatriado”

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