A la espalda del instituto comenzaba el campo. En aquellos años, el edificio representaba el último avance de la de pujante sociedad periurbana. Todos pensábamos que el asfalto iría a más; poco a poco se adentraría por los caminos de tierra; los sembrados y las amapolas que los orillaban quedarían bajo el cemento de urbanizaciones.
Desde niño aquel espacio me llamó la atención. Primero las escombreras ilegales que iban sepultando eriales. Allí me entretenía en reventar televisores y otros despojos que los camiones volcaban con la naturalidad propia de la época, presumiendo que el medioambiente se encargaría de digerir todo aquello.
En septiembre era la época de recolectar moras e higos y llegaba a casa lleno de arañazos y el orgullo que la autosuficiencia provoca. Alimentarse, aunque sea el postre, con lo que uno ha recolectado. Con más edad atravesé el umbral que marcaba un aislado cortijo con caballos, perros y gallinas. Eran los restos de una ruralidad ajena al devenir de los tiempos. Allí había un arroyo que solo cuando llovía con cierta intensidad llevaba un agua sucia y cantarina.
Después llegó la época de la bicicleta. Un día me aventuré hasta el final de ese camino, quería ver hasta dónde llegaba. Otra carretera, otra casa con perros que ladraban desesperados ante tan inoportuna visita. Con la bici seguí explorando rutas y caminos. Llegué a El Escorial, después a Segovia. Con eso de un poco más y lo dejo se me fue la olla y establecí mi marca en Varsovia, pero esa es otra historia.
Aquella lejana carretera con la que se topaba el camino rural establecería los límites del circuito por el que corrí durante años.
Con el boom inmobiliario se fue achicando, pero aún hoy sobrevive un pedacito suficiente como para olvidarse de lo urbano por un rato. Aproveché mi visita a Madrid para darle una vuelta. Últimamente tenía poco tiempo para salir a correr. El contacto con el asfalto me recordó el precario estado de mis rodillas. Viejas lesiones que gustaban manifestarse y recordarme la sarta de cabezonerías y despropósitos que han jalonado mi existencia. Entraba en calor, la silueta del instituto se dibujaba en lontananza. Los recuerdos comenzaban a desfilar.
Fui adquiriendo un buen ritmo, o al menos lo que a mí me parecía un buen ritmo. El que me permitía seguir aspirando a alguna que otra barrabasada. El campito seguía allí, acogotado entre autovías, centros comerciales y urbanizaciones. El cobertizo con caballos y perros ─ladraron la presencia de aquel imprevisto corredor─ también seguía en pie. Restos del pasado que me llevaban a apretar el paso, a creerme que seguía siendo un desgarbado adolescente con posibilidades infinitas.
Aquello debió de trastornar mi percepción. De vuelta al asfalto empecé a cruzarme con los que paseaban bajo la sombra de poderosos árboles que yo conocí como plantones. Niños que iban y venían. Madres que les reconvenían. Padres que empujaban carritos. Aquellos seres adultos de rostro cansado los veía con una distancia generacional engañosa. Flotaba en las endorfinas que me suministraba el esfuerzo físico. Una plácida inmadurez que me retrotraía a los tiempos donde primaba diseñar el siguiente viaje al culo del mundo. Esprinté como un salvaje, a pesar de las quejas del menisco, de las advertencias del rotuliano y su amigo el tendón de Aquiles.
El vapor de la ducha empañaba el espejo. Tras la emoción de la carrera el dolor muscular afloraba. Quise afeitarme, por eso de dar una buena imagen en la Feria del Libro, el verdadero motivo de la visita. Limpié el espejo con la toalla y un bofetón de realidad me puso en mi sitio. Si, aquella barba canosa no se podía obviar. Yo era uno de esos padres que empujaban carritos. La adolescencia, y quizás también la inmadurez (este texto puede desmentirlo) habían quedado atrás. Sobrevivían el cortijo y los sembrados, pero los caballos eran otros. Igual que los niños y las madres habían sido reemplazados. Estas ya eran abuelas y los niños que esquivaba (literal y metafóricamente) han terminado la carrera. La vida pasaba muy deprisa y uno hacía lo que podía por mantenerse a flote.