Me gustaba pensar que toda la nieve que estaba cayendo en este extraño mes de abril no la iba a pisar nadie. Poco a poco se fundiría y las montañas la irían absorbiendo. Desaparecería, cómo lo hacía la mantequilla que iba extendiendo sobre el pan caliente aquella mañana atemporal. Afuera llovía, rompiendo la racha de días ventosos propia del mar de Alborán. Era un día propicio para hacer unas buenas migas, como manda la tradición en Almería. Estaba siendo una primavera extrañamente húmeda que, mezclada con el confinamiento ordenado por el Gobierno, creaba una distopía de límites imprecisos. Con el paso de las jornadas se iba quebrando la disciplina a las que nos sometían las nuevas y estrictas reglas del juego, y aparecían resquicios por los que se filtraban los gérmenes de la duda. Precisamente eso era resistir, evitar que los resquicios diesen lugar a grietas y éstas al desmoronamiento. Apuré la taza de café caliente frente al ventanal. La calle vacía golpeada por la lluvia. Un coche despistado buscando aparcamiento, alguien paseando con cierta urgencia al perro, hogares con las persianas bajadas.
No me incomodaba madrugar. Así podía disfrutar del silencio de las primeras horas del día. En tiempos de coronavirus me esforzaba aún más por levantarme temprano. Al hilo de la nostalgia de la montaña y la nieve que tapizaba las cumbres del Buitre o el Chullo, recordé mi último viaje al Himalaya. Dejé de vigilar el escaso tránsito de la calle y me giré hacia la estantería. Busqué los mapas de la zona oriental de Nepal, de nombre sugerente por el exotismo al que te abocaba: Kanchenjunga. Estaban arrugados, con manchas de té, las dobleces desgastadas de abrirlos y cerrarlos tantas veces para consultarlos en las más diversas condiciones. Su mero tacto disparaba una cascada de recuerdos.
Hay pocas cosas más hipnóticas que sumergirse en la lectura de un mapa, y es hacerlo acompañado de un libro de viajes. Desplegué el mapa en la mesa del comedor, apartando cartas y papeles que sin orden y concierto tendían a acumularse en su superficie. El panorama era conmovedor: enormes relieves, glaciares, bosques de rododendros. Seguí el trazo de nuestra ruta hasta la cabaña en la que nos refugiamos de la tormenta de nieve que nos pilló de vuelta a la civilización, tras abandonar el campo base. Más allá de las curvas de nivel pude visualizar –ahí radicaba el poder de los mapas, te teletransportaban– el refugio de tablones claveteados y mal encajados por los que se escapaba el humo del interior; no hacía falta chimenea. Los troncos apilados bajo un techo voladizo, más bien producto de la improvisación que de la previsión, prometían más lumbre y comida caliente. Regresábamos de intentar una cumbre de 7000 metros. El frío mordía de verás y el mal tiempo terminó por echarnos de la montaña, no sin antes cobrarse un buen peaje. Tenía congelaciones en las manos y el helor metido en el cuerpo. Cometí el error de quitarme los guantes para afianzar una cuerda. Me entretuve demasiado y cuando devolví la mano a su guante ya era tarde. En cuanto mis compañeros vieron los síntomas de congelación decidimos darnos la vuelta para tratar de llegar cuanto antes a un punto en el que pudiese aterrizar un helicóptero y llevarme a un hospital. Mientras tanto, lo único que podía hacer era meter las manos en agua caliente en cuanto hubiese ocasión. Fuimos dejando atrás terrenos escarpados, rocas y hielo. Valle abajo el bosque de rododendros parecía un lugar más amable. El estrecho sendero discurría entre el musgo empapado que colgaba de los árboles. Más allá se extendía lo ignoto. La naturaleza intimidaba.
La cabaña la regentaban un padre y su hijo. Nos recibieron con la cálida hospitalidad típica de aquellos reinos montañosos. Buscamos acomodo junto a unos hombres que, en silencio, devoraban enormes raciones de arroz hervido. Eran pastores de yaks que llevaban ganado y provisiones de un valle a otro. Todo el mundo permanecía con el abrigo puesto. Nos hicieron hueco en la precaria mesa, en realidad un tablón que apenas levantaba un par de palmos del suelo. Apretujados, fuimos entrando en calor. A pocos metros de la cabaña, nos contaron, el terreno se había vencido. A pesar de estar cubiertos de una frondosa vegetación, esto relieves imposibles se desmoronan sin previo aviso, taponando los caudalosos ríos y obligando a los lugareños a abrir nuevas sendas. En realidad, ese era uno más de los deslizamientos que cada poco tiempo les sorprendían. Cualquier día la cabaña caería al abismo, nos dijeron con cierta ironía.
La radio daba el parte ya habitual de muertes y contagios. Todos estábamos pendientes de alcanzar el pico –que curiosamente es la obsesión de todo montañero- y que por fin la pandemia diese los primeros indicios de remisión. En el panorama de incertidumbre que se nos había abalanzado sin previo aviso encontraba alivio en estos recuerdos viajeros. Busqué en el mapa posibles rutas alternativas a la que pasaba por el collado; era ciertamente complicado unir los dos valles sin dar un gran rodeo. De nuevo la atención secuestrada por la cartografía me llevó a la cabaña de madera. La olla de agua hirviendo, de la que salían cucharones de arroz o noodles. Nunca paraba de gorgotear, apoyada sobre una rejilla negruzca, acariciada por las llamas que salían de los leños. Recordaba la gratificante sensación en las manos, metidas en un barreño de agua caliente. Por quince minutos sin guantes me estaba jugando la invalidez. Todo dependía de llegar a tiempo a un hospital. Llegó una partida de arrieros, empapados, sonrientes, como toda la gente con la que nos cruzábamos. Llevaban a la espalda una especie de mochilas de hierro, cargadas con todo tipo de enseres y baratijas. Aquellos hombres eran supermercados ambulantes que acercaban a los habitantes de aquellos aislados valles un repertorio del mundo globalizado. Se interesaron por mi salud, como lo hacían todos los lugareños con los que me cruzaba. Era un interés sincero, que pasaba por encima de sus propias penurias, mucho más severas que las de un incauto montañero europeo que recorría aquellos parajes por mero ocio.
Me toqué los dos pequeños muñones. Al final perdí el meñique y el anular; no era un mal balance para lo que podía haber sucedido. Desde entonces el anillo de casado lo llevo en la mano izquierda. Terminé el recorrido virtual en el mapa. Habíamos avisado por radio del percance a nuestra base en Katmandú. El helicóptero llegaría al día siguiente, a primerísima hora de la mañana, para evitar complicaciones meteorológicas. El punto de recogida estaba a unas ocho horas, a buen paso, de la cabaña. La absorta quietud en la que estaba sumido fue quebrada por las pisadas que resonaron en el pasillo y la apertura de puertas que las precedían. Era mi mujer. Doblada sobre sí misma, descompuesta, con las manos en la tripa, acertó a decir: Cariño, creo que me he puesto de parto. La aventura se había presentado en casa sin llamar.
No puedo recordar los detalles exactos de lo que sucedió, pero sin darnos cuenta íbamos de camino al hospital, atravesando calles fantasmales y mojadas, sin saber muy bien qué iba a pasar, por muchas clases pre-parto que hubiésemos dado, por muchos consejos que hubiésemos recibido. Los nuevos protocolos a consecuencia del coronavirus hicieron que todos nuestros planes para afrontar el parto se fuesen por el desagüe. De entrada nos colocaron unas mascarillas y nos hicieron las pruebas para ver si teníamos o no el maldito bicho.
Mi mujer me apretaba la mano en cada contracción. En la sala de espera de urgencias había camillas arrinconadas, gente tosiendo, un caos que aturdía. Por fin nos llevaron a maternidad. El dolor fue nuestra compañía durante horas. Jeringuillas, goteros, gritos. La vida se había acelerado para dar paso a otra vida. Por fin parecía que se acercaba el desenlace. Un tropel de gente fue tomando posiciones. Órdenes tajantes, material quirúrgico que iba de unas manos a otras. Estaba en un parto. Traté de concertarme en el olor del pelo de mi mujer. No quería ver gasas empapadas de sangre, ni caer en el delirio de los gritos de ánimo contrarrestados por los de sufrimiento. Retomé mentalmente los mapas, el helicóptero acercándose al rescate. Una vez a bordo despegamos a toda prisa. Vi las montañas nevadas, entre las nubes pude distinguir la cumbre que quedó sin hollar.
¿Y el papá quiere ver la cabeza del bebé? ¡Qué ya está aquí! Me sobresaltó el anuncio de la matrona, perdido en mis recuerdos. La emoción se mezclaba con la torpeza. No pude reprimir el llanto al escuchar otro llanto, la primera toma de aire de mi hijo. La nieve cayendo mansamente en La Ragua. El espeso manto, inmaculado, iba ganando altura, ajeno al devenir de nuestra civilización. Nieve que desaparecería sin ser pisada. Me acordé de los rododendros, de mis manos sumergidas en agua caliente, en una cabaña palpitante de tablones de madera. Tomé a mi hijo y le dije: ¿Escuchas cómo te aplauden? Todo va a ir bien.
NOTA: Este relato es ficción. NO he tenido otro bebé. La foto que encabeza el post ha sido bajada de pixabay y es de uso gratuito. Agradezco a la autora el poder utilizarla:
https://pixabay.com/es/users/milivanily-742747/
La linea que separa la realidad de la ficcion se vuelve mas tenua con el paso del tiempo. Gran relato!
Ni falta q hace q con 2 hay más que suficiente!! Me alegro mucho de leer tu relato, que imagino has dado vueltas para hilarlo bien, y eso indica algo de cordura y tiempo estable. Me alegro mucho Jaime que estéis lo mejor posible. Un fuerte abrazo
Buena lectura la tuya. La deducción denota conocimiento del tema. Abrazo