Entre pandemia y crianza mi radio de acción se ha reducido considerablemente. Echando cuentas, hace seis meses que no salgo del municipio. Ha sido una temporada –que no tiene un final cercano- en la que he tenido oportunidad de ir explorando con más detalle la geografía urbana local. Uno de estos descubrimientos es la pequeña red de senderos alrededor de la desembocadura del Andarax, que me ha concedido ligeras variantes sobre el recorrido básico que utilizo para correr. Además, encontré un aderezo esencial para estas carreras matutinas en el podcast de Las Edades de Millas, una de las secciones del programa ‘A vivir que son dos días’.
Levantarse a las seis y media para correr aprovechando las horas menos calurosas del verano, escuchando la conversación entre Juan José Millás y Javier del Pino, se ha convertido en una delicia. Es un rato de descanso mental donde arraigan ideas que de otro modo se perderían.
En uno de los programas Millás citó un libro que le había gustado, Civilizados hasta la muerte. Normalmente presto atención a estas veladas recomendaciones y en cuanto hubo ocasión me hice con el libro (otro micromomento gozoso ese de pasear entre libros y comprar dos o tres). Me ha parecido un ensayo excelente. Se puede estar más o menos de acuerdo con el punto de vista del autor, quien sostiene que antes de la agricultura vivíamos mucho mejor, pero es innegable que el libro está bien argumentado, aunque a veces caiga en discursos apasionados y, sobre todo, está convenientemente surtido de referencias. Esto es esencial para alguien que, como yo, se dedica a escribir y leer artículos científicos y aprecia el apoyo robusto de las afirmaciones que expone o analiza.
A modo de metáfora, en el ensayo aparece un hecho muy apropiado para entender nuestra deriva en el planeta tras haber liquidado buena parte de nuestros recursos naturales. Miles de millones de personas llevan existencia miserable y otro cientos de millones son infelices o viven deprimidos. Como dice Joaquín Araujo: si al menos todo estropicio hubiese servido para ser más felices se entendería, pero la realidad es que hemos devastado el planeta para estar peor que al principio.
El hecho al que me refiero es la conversión de saltamontes en langostas (la publicación original que cita Civilizados… es un ensayo de David Dobbs, titulado Die, Selfish Gene, Die). Es decir, el mismo ADN puede dar lugar a individuos que no se parecen en nada. Y ello ocurre en el mismo individuo, no en otra generación. En algunas especies de saltamontes, bajo determinadas condiciones, los individuos se convierten en langostas. Un animal que suele ser solitario, modesto, que presenta un aspecto estilizado y es más bien pacífico (según los estándares de los insectos), se convierte en un bicho de aspecto robusto y fiero, que se mueve en poderosos enjambres capaces de devorar cosechas enteras en cuestión de horas. Es la transformación del Dr. Jeckyll en Mr. Hide.
¿Bajo qué condiciones? Sobrepoblación y falta de alimento. Parece que en ese escenario se expresan determinados genes y se desactivan otros, de manera que el fenotipo resultante no tiene nada que ver con el saltamontes inicial, hasta el punto de que el ‘nuevo’ individuo no parece de la misma especie (y si me apuran ni siquiera del mismo género). En Civilizados…, Christopher Ryan compara la transmutación del saltamontes en langostas con la del pacífico Homo sapiens que nomadeaba por el ancho mundo con el Homo sapiens hacinado en maegaurbes que busca entre la basura algo que echarse a la boca. Vivíamos en pequeños grupos, estábamos en sintonía con el medio y nos iba bastante bien. La invención de la agricultura lo fastidió. La disponibilidad de alimento propulsó el crecimiento demográfico. Llegó la división del trabajo y con ello las clases sociales. Llegó la propiedad y con ello las disputas. Cada vez había más competencia y no tuvimos más remedio que volvernos feroces. Así vivimos hoy, medio encabronados todos los días, haciendo cosas que no nos gustan para pagar cosas que no queremos. Algunos lo llaman madurez. A mí me parece una soberana gilipollez, pero participo del juego.
Si la metáfora es muy apropiada para hablar de la evolución del ser humano en general, es perfecta para hablar de desertificación. No se me ocurre mejor símil que las langostas para ilustrar cómo devoramos recursos en un mundo acelerado que no hace sino huir hacia adelante, planteando soluciones que arreglan un problema y crean otro mayor; nunca fue buena idea suplantar a la naturaleza.
Las reflexiones se fueron ramificando a medida que seguía corriendo por senderos improvisados alrededor de la boca del Andarax. Desde hace años estudio casos de desertificación, tratando de desentrañar los mecanismos por los que una población acaba con sus recursos. Sin embargo es hora de ir planteando soluciones y no gastar más tiempo en mostrar evidencias. Las soluciones que se plantean son múltiples (ahora está en boga la reforestación, con sus pros y sus contras), pero más allá de las acciones que podamos realizar, me parece que la resolución de este y todos y cada uno de los graves problemas medioambientales que nos acosan exigen un profundo cambio ético (dígaselo usted al que rebusca en las basuras…). Igual que un saltamontes se puede convertir en langosta, es posible revertir el proceso cuando las condiciones estresantes desaparecen. Entonces, ¿podemos los seres humanos dejar de comportarnos como una horda de orcos? ¿Cuál es la senda para recuperar nuestra actitud original?
Esta pregunta ya se la planteó Juan Puigdefábregas (mi mentor en la Estación Experimental de Zonas Áridas del CSIC) hace unos años, dando cuerpo al que podría haber sido un interesante proyecto de investigación. Aunque el problema se abordaba desde otra perspectiva el fondo era el mismo. Su pregunta de investigación era: ¿por qué hay gente que tira un papel en un bosque y le da lo mismo? Juan se planteó esto al ser testigo de tal ofensa y, sobre todo, porque a él le resultaba imposible tal acto. La hipótesis de partida era que, debido a la desconexión tan brutal del ser humano de la naturaleza, muchos individuos consideraban que tirar un papel al suelo, donde fuese, era lo normal, no lo hacían con malicia. ¿Es posible volver a recuperar esa conexión?
Fui dejando atrás el seco cauce del Andarax. Volvía con un saco de ideas y endorfinas. Durante las siguientes carreras fui madurando este post y poco a poco se van conformando manuscritos en los que ir volcando su esencia, la posibilidad de dejar de ser langostas y acabar con la mano que nos da de comer, la Naturaleza. ¿Seremos capaces de compatibilizar economía y ecología? Más nos vale encontrar soluciones, porque cuando las langostas acaban con todo el alimento disponible lo único que les queda es perecer.
Hay que volver a la autosuficiencia. Hoy en dia es factible para mucha gente y mucho mas ecologico