Verano en apnea

Tercera entrega de la serie “Respirando salitre. Historias de un buzo’. >>Lee aquí el primero >> Y aquí el segundo

Durante todo aquel año académico David no consiguió librarse de la sensación agridulce que le había imprimido la llegada de la carta anunciando su admisión para cursar Ingeniería Aeronáutica. Por un lado era grato saber que tenía plaza en una Escuela tan competitiva. Por otro se sentía un traidor.

Regresó a Tenerife resignado y cabizbajo. Después de nueve meses estudiando sin parar, traía la maleta cargada de suspensos y frustraciones. Asumía que los veranos ya no existirían tal y como los había conocido hasta entonces. La carrera que había elegido constaba, oficialmente, de seis cursos, pero en la práctica eran más de diez.

Tras una feliz semana en el hogar familiar y saborear las delicias culinarias maternas, empezaba a acomodar las resmas de apuntes en su antiguo cuarto, preparándose para continuar con una rutina poco agraciada, cuando una llamada de teléfono cambio el rumbo de las cosas para siempre.

“Es para ti, David”, anunció su madre desde el salón. Cuando ya se acercaba para atenderlo completó la información, “Pedro”.

“¡Ey!, qué pasa tío, ¡cuánto tiempo! ¿Cómo estás?”. Pedro estaba bien, pero pretendía estar mejor, y por eso mismo le llamaba. Quería compartir con su gran amigo un plan que sonaba de maravilla. Se quedaba solo en la casa de Candelaria, “si, esa que está junto a la playa”, y le invitaba a pasar el mes entero allí. “Tío vente. Iremos a pescar y bucear. Tenemos la villa para nosotros, podemos hacer lo que nos dé la gana”.

De repente una extraña sensación olvidada, mezcla de entusiasmo y ansiedad, arrumbó al David abúlico que yacía sepultado bajo teoremas. Las ganas de hacer cosas y de salir de la vida en penumbra en la que estaba instalado, pusieron su mundo patas arriba.

Para cubrir el expediente metió los apuntes en el equipaje y aseguró a sus padres que un poco de luz y de mar le ayudaría a estudiar. Ya nunca volvería a leerlos.

En efecto, aquel mes lo cambió todo. Pedro era un forofo de la pesca submarina y fue enseñando a David las técnicas más elementales. El buceo a pulmón le fue poniendo las pilas y en poco tiempo había recuperado la vitalidad que le había escamoteado la vida de estudiante apoltronado.

Así comenzó David su particular singladura bajo los siete mares, detrás de viejas y sargos que perseguía esforzadamente para después asar a la sal. Terminaban las jornadas exhaustos y felices. Pasaron más de un aprieto nadando entre corrientes que les alejaban de la costa, mirando oscuros recovecos donde podían esconderse todo tipo de extrañas criaturas.

El buceo en apnea es más salvaje y auténtico que el buceo con botellas y equipo. Se parece más a una excursión por el monte, en el sentido de que se puede ir improvisando el devenir de la exploración. Uno acaba reventado de tanto nadar y bucear aguantando la respiración, expuesto a los elementos y al implacable sol. Queda un rescoldo de cansancio benigno, profundo, que llega a todos los rincones del cuerpo y que, tras unas cuantas cervezas, lo sume a uno en un sueño profundo y reparador.

El buceo con equipo, por el contrario, exige una programación detallada de lo que se va a hacer. Son inmersiones cortas pero que permiten acceder a zonas impensables cuando se va a pulmón. Allí uno puede deleitarse y observar a placer la vida submarina. Sin embargo, no se puede bajar de cualquier manera, ni tampoco subir a la superficie como a uno le apetezca. Hay que seguir una serie de reglas que, si uno se las salta, no es que suspenda, es que puede morir en el intento.

David pasó todo un verano en apnea. En otra de las paradojas de la vida, y pese a que sus aspiraciones eran conservacionistas, se inició en el mundo submarino con un arpón persiguiendo peces, algo que por cierto no le atraía mucho y se le daba bastante mal. Era la excusa, la primera que pudo encontrar, que le permitía estar durante horas en el mar, siguiendo el instinto naturalista y explorador que tanto había pugnado por aflorar.

La decisión responsable y madura de estudiar algo de provecho se fue al carajo y en septiembre se matriculó en la facultad de Biología. Disfrutó con la bioquímica y las asignaturas comunes y se sacó el título de buceo. Esperaba con ansiedad los años de la especialidad, donde entraría de lleno en los temas que más le interesaban.

También, como a muchos de mis conocidos, y desde luego a mí, la especialidad fue desilusionante. Lo único que deseaba es que la carrera llegase a su fin. Tantos años y tantos anhelos esperando estudiar a fondo lo que a uno le apasiona para darse de bruces con una realidad áspera.

Salvo honrosas excepciones, los departamentos de la universidad olían a “cerrado”. Había demasiados profesores mediocres y desmotivados, fruto de diversos avatares en los que se intuía una pesada jerarquía que limitaba algo que parecía esencial en la búsqueda del saber y el conocimiento: curiosidad e inquietud. Los departamentos, enemistados entre sí, parecían más pendientes de ejercer poder en sus ridículas parcelas de influencia que en mejorar la calidad de su docencia. Todo esto acabó por convencerle de que la docencia o la investigación no serían su camino.

Sus padres habían acertado: una carrera sin salidas. Pero David lo tenía muy claro, no seguiría perdiendo el tiempo con oposiciones o doctorados para acabar, en el mejor de los casos, desmotivado en una oficina. Quería estar metido en el mar y buscaría los caminos y atajos que le permitiesen hacer aquello que más le gustaba: bucear y ver de primera mano la vida submarina. Decidió que trabajaría en un centro de buceo.

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