‘No hay ni rastro de ellas’, decía Javi (el lamparones). ‘Ya ves, ni una puta cagada, ni una huella, nada’ Corroboraba Migue. ‘Tenemos que tirar para aquellos barrancos. Puede que quede gacela de montaña, la de Cuvier. Allí no llegan los landrover’, proponía el indio.
Todas estas cosas se hablaban al calor de los restos humeantes de la hoguera. Las brasas parecían recobrar vida. Unas cuantas ramas secas y algo más de movimiento y tendríamos un fueguecillo al que arrimarnos.
La noche había sido muy fría. Pasé un rato malo antes de que amaneciese. Esta vez me había quitado los pantalones. Ya tenían demasiada suciedad y quería preservar el interior del saco más o menos limpio. No conviene lavar los sacos de pluma, ya que pierden propiedades.
‘Hombre, mira quien viene por allí, a ver que se cuenta’. Dijo Bego ante la llegada de Gerardo. ‘¿Qué?’ preguntamos todos a coro. ‘Nada tíos. Toda la noche pateando y me encuentro con el sempiterno zorro rojo, el que veo siempre en España’. ‘Es lo que estábamos diciendo, que está esto muy vacío’, dijo Ángel. ‘Pero tampoco se ven cartuchos, quizás los bichos hayan desaparecido hace años’ propuso Jesús.
‘Pero hay huellas. No de gacela pero sí de otras cosas. Vamos para las montañas, a ver que dicen’. Sentenció el Indio.
Aquí hay que estar siempre a punto para salir. Conviene tener en la mochila de ataque algo de agua y de comida. Algo de ropa de abrigo. Una gorra para el calorazo. Un gorro para el frío. Independencia lumínica, por si se hace de noche. El GPS. En fin, casi todo.
El Indio dijo que andaría despacio. Iría hacia el primer cerro. Recorrería su base. Después decidiría que hacer. Así que tenía un kilómetro para preparar las cosas. Me puse las lentillas mirándome en el espejo retrovisor del coche. Soy un experto en la materia. Me pongo y quito las lentillas en un periquete. Antes me lavo las manos con jabón antibacteriano, uno especial que utilizan los cirujanos para operar. Las manos. Eso es lo único que me voy a lavar en todo el viaje.
Empiezo a andar por el pedregal. Al principio llevo los guantes. Hasta que empiezo a entrar en calor. Y tengo que parar para sacarme ropa.
Javi, el quillo, también venía. Se le ve lejos aun. Ya estoy dando alcance al Indio que, efectivamente, va despacio, escrutando arbustos, piedras, oquedades del terreno.
Por fin nos juntamos los tres. Vamos separados unos metros. Barriendo la pendiente de la montaña. El Indio casi en el llano, yo a media altura, y Javi más arriba, acercándose a la cresta.
Cuando hace cumbre nos llama por radio. Cada grupo lleva un walkie talkie. Nos permite coordinarnos y dar aviso de hallazgos importantes. Javi, el quillo, nos dice que va a seguir cresteando. Nos encontraremos en la cabecera de un barranco que hay un par de kilómetros hacia el noreste.
El resto del grupo va a explorar la zona que queda al este del campamento. Pero en vez de seguir el oued, como ayer, se va a meter por los barrancos y montañas que lo limitan al norte. Puede que todos nos acabemos encontrando. O puede que nos veamos esta noche en el campamento. La hora no se sabe.
Gerardo, después de estar toda la noche pateando, se ha quedado guardando el campamento y los coches. Su idea es descansar y esta noche volver a la carga.
Por fin damos con el primer rastro fiable de gacelas. Un amontonamiento de excrementos redondos que en el argot se denominan ‘conguitos’. Entonces comienzan una serie de operaciones que se repetirán hasta la saciedad durante los próximos días: georreferenciar el rastro, fotografiarlo, medirlo, recoger muestras, meterlas en un sobre de papel, sin tocarlo directamente –puede perjudicar al análisis genético-, anotar en el sobre la coordenada, la fecha y el nombre de la especie que se cree puede ser.
A veces en estas paradas nos descolgamos la mochila. De esas veces sólo tomamos un trago de agua de vez en cuando. Hay que repartirla para toda la jornada.
Vamos atravesando la red de ramblas y barrancos que generó la escorrentía cuando aquí llovía en abundancia. Estos recovecos del terreno esconden una vegetación rala, salpicada de acacias. Siguiendo el reguero de vegetación las gacelas progresan por los barrancos. Los machos marcan el terreno con letrinas. Así van, por este amplio territorio, buscando briznas de yerba tierna. Brotes de los que alimentarse. Recorren decenas de kilómetros. Saltan con facilidad de un barranco a otro. Se esconden de los motores que escuchan en la lejanía. Suponen que viene a por ellas. Que esos bípedos se han entusiasmado tanto con sus cuernos, pieles y huesos que no van a parar hasta que no quede ni una.
Por eso es tan complicado verlas. Y hazle tu entender que nosotros sólo queremos tirar fotos. Y ni siquiera eso. Nos basta con admirar como se mueven por el paisaje.
El Indio está contento. Hay muchos rastros. Parece que hay una población estable de gacela de Cuvier en esta zona.
Una de las cosas que he olvidado en la mochila grande es la crema solar. Me estoy tostando a fuego lento.
Las horas transcurren muestreando. Subimos por un oued que se va estrechando. Al final trepamos por los estratos. Una estructura hojaldrada quebradiza. Asoman fósiles. Playas congeladas en el tiempo. Por fin hacemos cumbre y vemos la silueta de Javi (el quillo).
Llega hasta nuestra posición y nos da cuenta de los otros. Hace un rato que habló con ellos por radio. También han encontrado letrinas de gacela. Y huellas probablemente de hiena. Van saliendo cosillas.
La jornada se extiende. Los jbeles que caminamos guardan más sorpresas: los restos óseos de un camello y su cría, el cuero duro y correoso del lagarto de cola espinosa, casquillos de balas, espoletas de mortero, huellas de chacal, un porta mapas de la guerra, un cuerno de gacela, otro de arruí.
Y al final del día, en la tarde dorada, las vemos. Dos gacelas corriendo. A trescientos metros. Un avistamiento perfecto. ¡Hay gacelas! Todavía quedan.
Llegamos al campamento atardeciendo. Allí hay tres saharauis. Tres tíos con turbante y chilabas mugrientas. Ni rastro de Gerardo. Nos mosqueamos. Nos saludan muy ceremoniosamente. Hablamos por señas. Gritando cada uno en nuestro idioma. Pensando que el otro, más que no saber la lengua, es sordo.
La tensión se masca. Reviven en nosotros todos esos secuestros que últimamente se están produciendo no muy lejos de aquí. Todas esas reprimendas gratuitas que nos han caído en casa. Es que mira donde vais. Es que no teníais otro sitio. Es que un día os va a pasar algo.
Hasta que aparece Gerardo. Y ya solo quedan dos saharauis. Le quedaba bien el disfraz. Nos cuenta después que ha tenido que darles conversación todo el día. Con lo poco que le gustan a él estos asuntos étnico-antropológicos. Le han inflado a té. Así que no va a pegar ojo. Gerardo, que con un té puede estar con los ojos como platos un par de días. Como se ha tomado ocho no creo que duerma hasta que volvamos a Algeciras.
Los saharauis, que habitan la jaima que vimos ayer, han venido a ver si tenemos manera de hinchar las ruedas de su todo terreno. Un Land Rover Santana. Son duros estos coches. Lo menos tiene 30 años. Y ahí siguen. Es el utilitario por excelencia del buen camellero. Un coche duro, con capacidad para cinco saharauis con bigote y dos o tres camellos en la caja de atrás. Un portento.
Gerardo ha visitado su jaima. Una pasada, dice. Parece mentira que quepan tantas alfombras dentro. Nos ha enseñado unas fotos que ha hecho y es un palacete. Además ha aprovechado para preguntarles sobre la abundancia de fauna en la zona y qué especies hay. Lo malo es que no tenía la guía a mano para ir mostrando dibujos. Pero a base de pictionary ha creído entender que hay gacela y gatos.
Con el compresor de veinte euros que compramos en los chinos de Albolote les ponemos el vehículo a punto. Nos agradecen mucho la labor humanitaria. Nos invitan a un té. Se cagan en los marroquíes y alaban a España. No sé si con ello creen hacernos felices o es que realmente los marroquíes los tienen machacados. Lo que parece evidente es que ellos son otra raza, otro pueblo distinto.
A todo esto han ido llegando los de la otra partida. Mucho que hablar esta noche en la tertulia. Bego y Migue, después del palizón, se ponen con entusiasmo a preparar la cena. Todos estamos hechos pedazos, como dice el Indio. Javi, el quillo, se lía parsimoniosamente otro cigarrito. Yo no tengo más remedio que encender la pipa.
Queda poca leña. Las llamas declinan. Quedamos hipnotizados ante los tonos naranjas que caracolean en las brasas. Hasta que Javi, el lamparones, rompe el hechizo con una sonora ventosidad. Después cuenta alguna historia erótico-romántica que, indefectiblemente, acaba mal: ‘O sea Javi, que no te la follaste, vamos’ ‘No pero es que…’, dice Javi, tratando de hacernos ver que todo forma parte un plan de más alcance.
En este ambiente, terriblemente machista, sobrevive Bego: ‘Hay otras cosas además de follar’, afirma. ‘Sí, claro, claro’ responde un coro de voces harapientas y asilvestradas. Las obscenidades se suceden. Y las risas.
Nos vamos retirando. Gerardo va a su tarea. Buscar gato de las arenas. Uno de los felinos que le falta en su colección de avistamientos. Jesús y Ángel apuntan metódicamente en sus cuadernos.
Como sólo hemos hecho 23 kilómetros sobre pedruscos Javi (el quillo) y yo decidimos andar de noche. Después de caminar una hora nos subimos a lo alto de un cerro. Debajo hay un pozo, el que vimos el primer día. Un buen lugar para hacer una espera. Y echar un cigarrito. Y un purito: un trabuco.
Vemos luces en la lejanía. Linternazos que iluminan el cielo. Haces perdidos. ‘Ese es Gerardo’, digo yo. ‘Pero esas otras luces no. Están detrás de las montañas’.
Llegamos al campamento. Estoy muy cansado. Me lavo los dientes. Me quito las botas. Me vuelvo a meter al saco con la misma ropa con la que salí de Almería.