Me cuesta, al entrar en casas ajenas, no fijarme en sus libros; me daña la vista no ver ninguno. Es una manía que, como todas, se agudiza con la edad, con el peligro de convertirse en obsesión. Lo que antes hacía con cierto disimulo, mirar de reojo las estanterías, atisbar los autores que las habitan, deducir el orden al que se someten los volúmenes, ahora lo practico con la libertad del que ya ha amortizado su vida (es lo que tiene la reproducción, ese soterrado deber genésico), es decir, descaradamente.
Mientras los anfitriones muestran dormitorios, electrodomésticos integrados en paredes estucadas, baños relucientes con inodoros de última generación o la disposición de cojines muy monos en un sofá de ensueño, yo quedo abandonado al pie de la librería, examinando la disposición de los libros, imaginando cómo se fue conformando la biblioteca, poniendo del derecho algún libro que quedó trastabillado, descubriendo libros que me apunto (prefiero no pedir prestados libros; me parece una mala costumbre: con demasiada frecuencia no vuelven a su legítimo hogar y además se pierde la oportunidad de comprar un libro) y, en fin, fisgoneando.
Los libros nos muestran un rastro muy personal de sus dueños. Qué leen, qué no leen o qué fingen leer. Con esa información se atan muchos cabos. Es como echar un vistazo al cubo de la basura o al carro de la compra. Información muy valiosa si sabe interpretarse. A partir de la presencia de ciertos autores a uno le puede caer bien (o mal) el inquilino de esa casa. Si me topo con La casa verde, de Vargas Llosa, enseguida me acordaré de aquellos fabulosos veranos colmados de lecturas, de mi estancia en Paraguay y Bolivia, donde pude comprender en toda su magnitud el relato selvático de este magnífico libro, y tener un sentimiento de empatía hacia mi anfitrión. Puede ocurrir que el visitante odie a Vargas Llosa y por tanto, al ver las obras completas del nobel hispanoperuano, disienta ideológicamente del propietario de esos libros y le ponga la cruz.
En general, la presencia de una biblioteca variada, en temas, en ideologías, en formatos, a mí me suele dar buena espina; hay donde rascar. Me permito hacer una clasificación, o mejor un listado de umbrales, a partir de mis visitas a distintas casas a lo largo de varias décadas. De menos a más libros, este sería el resultado, un tanto apresurado, de mi estudio de campo.
Cero libros. En todo caso alguno de gran formato que por casualidad fue a parar a la casa (regalo de empresa o similar) y alguno de recetas que nunca ha sido abierto. En mi experiencia suele coincidir la gente a la que le gusta cocinar con aquella a la que le gusta leer. Lo opuesto no tiene porqué ser cierto. Son casas sin alma, me imagino que parecidas a esas que se utilizan para los programas de protección de testigos. Hogares sin empaque, como provisionales. No sé por qué, tengo pocos temas de conversación con sus habitantes.
Pocos libros, unas cuantas decenas, pero elegidos con criterio. Esas casas me gustan. Son pequeñas, pero tienen una estantería, en un lugar importante de la casa, donde se ven libros gastados, apretados, trabajados. En ocasiones, esa estantería es solo la punta del iceberg, y el dueño espera tiempos mejores para poder expandirse y sacar del trastero de su abuela los mil quinientos volúmenes que ha ido amasando con la avaricia del lector compulsivo. Puedes quedarte a hablar con esa persona durante un eón; será cualquier cosa menos aburrido.
Libros impostados. Son esas bibliotecas bien puestas, donde hay libros que solo se ven en los museos, muchos a juego con las cortinas. Encontramos personas que, cuando devuelven la visita, te preguntan si te has leído todos los libros y quedan muy decepcionados cuando les dices que no. Se escandalizan si confiesas que hay libros que has empezado y no has acabado, porque te parecían flojos y, con todo lo que hay que leer, no ibas a gastar el tiempo en algo que, tras leer cincuenta páginas, ya ves que no va a ninguna parte. Ordenan los libros por colecciones; jamás verás uno que rompa el orden vertical. Porque la pasión de esta gente es la decoración, no la literatura.
Centenas de libros. Es el puerto de llegada de una familia que tiene hábito de lectura. Hay libros de todo tipo, infantiles, juveniles, novelas, ensayos, best-sellers, atlas, etc. Se perciben intentos de orden que no han fructificado. Por un lado porque conviven varios criterios, desde los más técnicos que siguen el orden alfabético, hasta algunos más estéticos que se niegan a dispersar los cuarenta volúmenes de una misma colección que quedan tan bien en esos estantes del salón. Son bibliotecas que, en parte, han bebido de otras bibliotecas familiares y, en parte, han sido conformadas por los gustos de los distintos componentes de la familia. Deben inspirar a la siguiente generación, que luchará contra la imposición de lo digital para volver a levantar otra biblioteca en otra casa, en otro tiempo.
Miles de libros. Estamos ante maníacos y estudiosos (que a menudo se funden en un mismo personaje). Algunos de aquellos tímidos jovenzuelos que conocimos en el segundo apartado de esta clasificación finalmente sacaron toda la locura que llevaban dentro y forraron todas las paredes de la casa con libros; y además se los han leído casi todos, y muchos están subrayados. Algunos, incluso, le compraron al vecino la casa de al lado para expandir su bendito delirio. Son, por ejemplo, expertos en historia medieval, obsesos de la literatura de viajes que quieren tener al menos un ejemplar de todo lo que se ha publicado en la historia, locos de algún autor del que coleccionan todas las ediciones de sus obras más cualquier estudio que toque de refilón a su ídolo. Se trata de personas aparentemente tranquilas y hospitalarias, reflexivas, que cómo uno tenga la ocurrencia de hacer algún mínimo comentario sobre el tema objeto de su obsesión, hace que se libere la bestia y ese tipo hogareño y pausado que sorbe café con la aparente parsimonia del que mira al infinito, se levanta como un resorte y tira de uno para llevarle al pie de una de esas estanterías que van de suelo a techo para mostrarle, en un volumen que pasaría desapercibido a cualquiera, justo esa frase que refuta su aguda observación. Ya no lo soltará hasta la hora de la cena, envuelto en un monólogo antológico.
En cualquier caso, leamos, acumulemos libros, los que nos gustaron, los que dejamos a medias, los que tenemos continuamente pendientes por leer. Leamos de todo y dejemos de lado prejuicios. Y, por favor, aquellos que no tienen un solo libro, y que por tanto no leerán esto, compren alguno, den un pequeño toquecito a su casa, háganla un poco más amable.
Yo he visto gente que tiene libros falsos, como de adorno, que solo tienen el lomo y por detrás están huecos. Quizás es una metáfora de lo que hay (o no hay) en su cabeza.
Muy bueno Voy corriendo a comprar mas libros para que cuando vengas a casa no me critiques por ahi 😉 A ver si encuentro lomos huecos.
conozco tu autenticidad, y encima tengo libros tuyos prestados…que incoherencia por dios