Tánger

A Tánger llego con varias expectativas. Formadas a base de experiencias anteriores. Cosas que he leído o escuchado por ahí. Cosas que me han contado. Una se cumple. Efectivamente, la reunión es un rollo. Vacía, insípida. Uno se pregunta si no podría hacer algo mejor con su vida.

La otra expectativa no se cumple. Tánger no tiene nada que ver con esa ciudad cosmopolita que uno esperaba. No queda rastro de aquellos insignes personajes que se alojaron en sus hoteles. Tánger es otra megápolis africana que crece sin control. Ha pasado de 125.000 habitantes al millón y medio en una década. El puerto, la medina, la mellada fachada que da a Europa puede recordar a la decadencia de La Habana.  Casi romántica para el que no vive ahí. Pero cuando se entra al detalle, cuando se come varias veces el mismo pescado rebozado, cuando se comprueba que la ciudad ha crecido como un tumor hacia el interior y que los desagües vierten al mar directamente, a no ser que rebosen y antes perfumen las calles, entonces queda claro que ese encanto de ciudad internacional se ha evaporado sin remedio. Tánger se ve en medio día. Y los alrededores, si acaso, en otro medio. Para comer ‘pescaito’ mejor quedarse en Málaga o Cádiz. Allí, además, se puede acompañar como Dios manda y Alá prohíbe. Con cerveza o Barbadillo.

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Las grandes inmobiliarias parecen haber encontrado terreno abonado para seguir con sus desmanes. Llenando de esqueletos de hormigón los campos que rodeaban la ciudad. La diferencia con las ruinas no está muy clara. Hay miles de edificios aquí y allá. Edificios vacíos que esperan llenarse con gente. Otra burbuja. Otro modelo de crecimiento con pies de barro. Literalmente. Los cimientos de los edificios están en muchos casos inundados. Los bloques se han hecho a toda prisa. No hubo tiempo para dragar los humedales. No hubo tiempo para advertir que ese no era un buen terreno. Zonas inundables. Mosquitos. Aguas con pesticidas. La prisa nunca fue buena consejera. Cuando esto se hunda los capos de la construcción se irán a otra parte. Que arree el siguiente.

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Cuando se pasan varios días en un hotel empieza uno a ser testigo incómodo de los enjuagues que se traen entre manos los empleados. Probablemente como consecuencia de una mala planificación.

Como la reunión tiene lugar en el mismo hotel en el que nos alojamos, pasamos horas encerrados. Divagando a ratos por los rincones más insospechados. Irrumpiendo inesperadamente en las habitaciones. Descubriendo detalles inquietantes.

La impresión de solvencia, incluso de elegancia, que se puede llevar el usuario casual, desaparece en cuanto se pasan unas cuantas noches en el mismo hotel. ¿Cómo imaginar un sistema de reciclaje de cucharillas tan poco sofisticado? El primer día la ausencia de cucharillas puede parecer meramente anecdótica. El quinto jugamos a ver cómo los nuevos clientes las buscan sin cesar. Hay veinte cucharillas para todos. No sé porqué (quizás con una semana más hubiera bastado para averiguarlo) es un objeto tan escaso. Lo cierto es que los camareros las requisan en cuanto pueden. Casi se las quitan a uno cuando remueve el café. Después las echan a un balde de agua, que está nada más pasar la puerta batiente que conecta con las cocinas. De ese mismo caldo heterogéneo que van formado las cucharillas sucias el camarero que vuelve al comedor las saca, las seca con un paño y, voilá, listas para el siguiente café.

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El reciclaje se extiende a las comidas. Esto era esperado. Pero cansa. Las pastas que nos sorprendieron en el primer coffee-break reaparecen en los postres y después, con alguna modificación, en el desayuno del día siguiente. Empieza a dar la sensación de que hay tres o cuatro ingredientes en todo Tánger: pescado frito, agua, pan y té verde con menta.

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Se nos ha olvidado que hasta hace poco, en España, se podía fumar en cualquier lado. En África esto sigue siendo así. El vestíbulo del hotel está lleno de fumadores. Igual que los diversos saloncitos que constituyen el principal patrimonio del hotel. Las cortinas de la habitación huelen a ceniza. A mí, sin embargo, me da no se qué sacar la pipa. Tengo la sensación de que se van a poner en marcha los aspersores anti incendio. Y que después me van a meter en la cárcel. Por fumar.

Lo que si practico cada noche es  la shisha, es decir, la pipa de agua o narguila. En Marruecos es poco habitual. Podíamos decir que hay un gradiente de shisha que decrece de este a oeste. En Marruecos se asocia a algo así como con clubs de alterne. Lamentablemente esto lo averiguo al cuarto día. Y eso me cuadra con la mirada retadora, casi antipática, de la tipa que se encarga de traer las shishas y ponerlas en funcionamiento.

Para ser tan poco habituales las shishas de Tánger son excelentes. Y duran una barbaridad. Nunca logré terminar ninguna. Cada poco viene un tipo con una cacerola llena de brasas y renueva la combustión. Sin embargo creo que el tabaco es más flojo que otros. Debe de ser para turistas. Son efectos algo lenitivos, pero no dejan huella. No tengo la voz ronca por las mañanas.

Las noches de shisha en el encantador jardín del hotel, junto con una buena conversación, acaban por ser lo mejor del viaje.

 

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