Hombres domésticos

En su cuaderno Mórtimer copia el siguiente texto. Lo ha encontrado en una novela de Patrick Deville que se llama Peste y Cólera. Dice así: «Hay un momento en que el nómada interrumpe su carrera y se hace sedentario, el cazador-recolector se vuelve ganadero o agricultor. Abel o Caín. Yersin pensó seguramente que había llegado su turno. O quizá enuncia un nuevo principio de Haeckel, según el cual en el curso de su vida repite aceleradamente la historia de la Humanidad».

Peste y Cólera es la biografía novelada de Yersin, un joven aficionado a la entomología, admirador del explorador y sabio Livingstone. Entre otros logros descubrió el bacilo de la peste y fue el inventor de la vacuna para vencerla. Deja de lado un puesto de investigador en el Instituto Pasteur para llevar una vida de aventuras en el sureste asiático. Cansado de dar bandazos finalmente preferirá aislarse en un rincón de la selva, lejos del ruido de la fama.

A Mórtimer le gusta el libro, pero más el personaje. Aunque sus derivas sean opuestas.

Ha encontrado mujeres que admiran a los tipos aventureros capaces de adaptarse y sobrevivir a los medios más hostiles. Probablemente atisben que hay que ser muy bestia para salir bien parado de aventuras de ese calibre. O se pasman, bajo la influencia de sus miedos, ante alguien encaramado en un risco garrapiñado de hielo, el que duerme plácidamente envuelto en una tormenta de arena, o el que avanza en la selva a base de machetazos.

Esas son las mismas mujeres que se quejan de tener maridos excesivamente caseros y comodones. Que han habilitado el cuarto de los trastos para hacerse un tallercito cada vez más completo. En realidad un búnker en el que estar a salvo de encargos, compromisos, reprimendas. Tipos que han ido depurando su técnica y se han hecho verdaderos artistas del bricolaje.

Hombres que saben manejar herramientas y que ponen más mimo en ensamblar la maqueta escala uno veintemil de un barco pesquero ─un atunero típico de la costa cantábrica, por ejemplo─ que en acariciar los pechos de su mujer. Hombres que han perdido el norte y solo les apasiona encajar las diez mil piezas de un puzle que es una cabañita en Canadá. Prestan toda su atención a los matices verdes del bosque de coníferas iluminado por el sol de otoño. En su cerebro no queda un solo byte libre para pensar en algún detallito que a ella le pueda hacer ilusión.

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También ha encontrado mujeres que denostan a los tipos aventureros. Porque los han sufrido. Los consideran insociables, misóginos, narcisistas. Unos inadaptados en permanente huida. Tipos que tienen que dar la nota.

Son esas las mujeres que adoran un hombre rondando por la cocina. Que ponga buena música mientras pasa horas pelando calabacines, dorando ajos, controlando la temperatura del horno. Hombres que tras comparar precios y productos en diversas superficies comerciales han dado con el juego de destornilladores más completo de la historia de la humanidad. Hombres diestros que entienden de pinturas, lijas, tornillos. Que saben qué corte de carne es el bueno para cada condumio. Hombres que consideran esencial las comidas reposadas, con una buena tertulia y un digestivo adecuado. Conocen bien las plantas de interior. Son hombres domésticos.

Por último ha encontrado mujeres que combinan todo lo anterior. Mujeres que se hartan de que el hombre zascandilee entre fogones y lo ponga todo perdido. Que querrían que sus maridos tuviesen una silueta deportiva. Fuesen capaces de subir montañas y a la vuelta las sacasen a bailar. Supiesen buscar el momento para descorchar una botella de cava.

Mujeres que quieren hombres bipolares. Que les sorprendan con un escenario de inciensos, velas y música relajante. Y supiesen tocarles en puntos apropiados con la presión justa. Sin que aquello derive en una escena de sexo. Pero luego le echaría en cara que no se desmelenase. Que fuese tan poco instintivo. Tan reprimido. Que no tuviese una panda de amigotes con los que ver el fútbol y eructar.

Ha encontrado hombres y mujeres muy contradictorios.

Mórtimer tuvo una época sedentaria que casi acaba con él. Siguió ciegamente lo que él creía que eran las instrucciones del matrimonio. Recordemos que en su infancia, y en realidad hasta casi su madurez, pensaba que en eso consistía la vida, en seguir el camino marcado. Los inconvenientes surgieron cuando topó con bifurcaciones.

Él creía firmemente que, como marido y hombre de la casa, le correspondía tener una caja de herramientas. Y un buen taladro percutor. Ejem, en todos los sentidos.

Siguiendo estos cánones costumbristas todo parecía en orden. La vida transcurría como era de esperar: mientras Mórtimer sacaba del maletín la broca que casaba con el taco y la alcayata que iba a utilizar, Sonia elegía las cortinas y cojines que mejor combinaban con la tapicería del sofá. «Ay, cómo está todo por dios», se quejaba mientras apartaba unas cajas para dejar espacio al vuelo de las cortinas.

Y en el hogar hubiese reinado la armonía de no ser por la broca del siete que apareció en el salón perforando el tabique que lo separaba del dormitorio. Casi se cae de la escalerita a la que se había encaramado para colgar los visillos que mamá había insistido en poner (japordiós, unas cortinas sin visillos son una ordinariez).

«¡¡Paraaaa!!» Gritó fuera de sí. «¡¿Pero qué haces?!» Renegando, al borde del llanto. Baja de la escalera y se va para el dormitorio como una exhalación. Es allí donde está el otro extremo de la broca.

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Y detrás de la broca Mórtimer. Parece un marciano. Con la mirada aturdida tras unas gafas plásticas de protección que venían con el taladro. Lleva unos guantes y unos cascos de insonorización. Junto a él un maletín primoroso lleno de accesorios que jamás utilizará. A sus pies pedazos de yeso producto de sus torpes intentos para colgar el puto cabecero de la cama ─qué cosa más inútil, murmura─. Para rematar la escena dos desconchones considerables y tres agujeritos un poco más discretos. Lo mismo se había colado un pájaro carpintero en la casa.

Sonia le grita improperios mientras se le humedecen los ojos de rabia. Mórtimer trata de justificarse. «Es que…» Trazaba una línea argumental muy débil. «Es el primer agujero que hago, cuando lleve diez lo haré mejor». «Sí claro, y para entonces me habrás tirado la casa», continuaba Sonia fuera de sí. Tuvo entonces que recurrir a argumentos de más peso: «Es que las paredes son de papel». «Pues ten más cuidado hijo. O dile a Rafa que te eche una mano, que él sabe mucho de bricolaje. Ya me dirás tú qué hacemos con este estropicio».

Y entonces Mórtimer perdió los papeles. Fue cuando dejó aquella frase para el recuerdo: «Y para qué coño queremos un cabecero, estoy hasta la polla de accesorios inútiles y las mierdas de adornos que valen una pasta y solo complican la vida».

Bonito torpedo para la relación conyugal. Veamos la escena desde otros ángulos.

Mórtimer sabe que la ha cagado. Le cuesta pedir perdón ante la furia de su mujer. Se siente acorralado y, en primera instancia, su defensa consiste en echarle la culpa a elementos externos: la pared, el cabecero. Sonia sigue metiendo presión. Utiliza un lenguaje en el que se posiciona como madre, más que como mujer. Resulta obvio cuando emplea la palabra «hijo», pero también con esa actitud paternalista de aconsejarle que busque la ayuda de un adulto (avisar a Rafa), hacer ver que ella es la dueña de la casa (me vas a tirar la casa, mi casa) o esa recriminación del que parece tratar con un niño (ya me dirás qué hacemos).

Fue una de tantas broncas que se diluían en prolongados silencios. Al principio uno terminaba por acercarse al otro murmurando palabras conciliadoras, susurrando planes embaucadores para hacer las paces. Uno dejaba hacer y el otro hacía. Ambos estaban convencidos que todo eso, la bronca seguida de la reconciliación, era una parte de la relación de pareja. Saber resolver los conflictos.

Después el residuo de la discusión se colaba hasta la cama de matrimonio, con su cabecero y todo, y se dormían cada uno mirando a una pared. El nudo se deshacía una noche cualquiera, se tocaban, se rozaban, hacía el amor arrebatadamente y amanecían abrazados.

Al final, ya muy cerca del divorcio, el silencio solo lo quebraban los portazos. Cuando uno de los dos salía de casa sin decir nada.

Hasta llegar allí hubo verdaderos momentos matrimoniales. Acudieron a bodas de amigos comunes. Daban cenas en su casa. Sonia se esmeraba por poner una bonita mesa. Cuidaba todos los detalles. Mórtimer se encargaba de hacer un pescado al horno. Freía unas patatas a fuego lento y caramelizaba unas cebollas para la guarnición. Ponían música para pasar la tarde de preparativos. Cada poco Mórtimer abría el horno, echaba un chorreón de vino blanco. Cortaban pan de varios tipos que colocaban en un cesto de mimbre cubierto con un paño blanco. Abrían un buen vino para que se oxigenase.

Iban tomando nota de detalles de otras parejas. Tener un minibar bien surtido. Y vasos adecuados para cada trago. Un vaso de culo pesado, sobrio, para el whiskey. Copas balón ideal para los gin-tonics. Vasitos para los digestivos.

Cuando Mórtimer dejó su matrimonio abandonó el sedentarismo. Empezó a recorrer la vida de Yersin al revés. Ahora es un nómada. Vive en un pisito como si estuviese de acampada. La precariedad y unos principios de austeridad llevados al extremo hacen que la temperatura de su cuarto caiga hasta los seis grados.

Ha entrado en una deriva peligrosa. Pasa muchos ratos solo. Quizás no sea tan bueno llegar a las profundidades abisales de uno mismo. Pasa horas metido en el saco; con el pasamontañas y los guantes. Leyendo. Ni siquiera va al baño. Tiene una cuña cerca, que vacía cuando no hay más remedio. Subraya los libros y toma notas. Parece ser feliz.

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3 comentarios sobre “Hombres domésticos”

  1. …….jajajaja……. chapo el inconformismo de las personas es impresionante… el problema es como combinarlo cuando convives en la creencia de la imposición…. jajaja … que error…. Hubo un tiempo en que me parecía mas cómodo ser un hombre desde la perspectiva de una mujer y otro tiempo en el que ser mujer te daba la valía que supuestamente nadie sabia valorar…. jajajaj… seguimos en el error y al final la conclusión es …. DÉJENME SER PERSONA CON MIS MISERIAS Y VIRTUDES aunque sean pocas… me encanta tener defectos y hasta perversidades… bajar a los infiernos y subir a los cielos sentirme perfecta y maravillosa o las mas miserables de las criaturas…. porque soy YO…. ENHORABUENA J.M. VALDERRAMA… MUY AGUDO COMO SIEMPRE
    ESTHER.

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