Nunca fue el típico niño al que le apasionasen los coches. Por imitación, por no sentirse excluido, corría con sus amigos a asomarse a la ventanilla de los coches aparcados en la calle y, al percatarse de que el velocímetro tenía una rayita que ponía ‘220Km/h’, exclamaba asombrado: ¡Hala! ¡Qué pasada chaval!, sin llegar a comprender el verdadero alcance de la cifra.
Heredó un Peugeot 205. Fue su primer vehículo. No lo cuidaba mucho. Era algo práctico. Le llevaba a la universidad. Le servía para conocer los alrededores de Madrid. No estaba pendiente del mantenimiento. Lo básico. Llenar el depósito de agua para los limpiaparabrisas. Lavarlo de vez en cuando. Un día, en la recta de Olmedo, camino de Valladolid, le reventó la junta de la culata. Entonces se vio obligado a comprar su primer coche.
Tenía algo de dinero ahorrado. Era profesor asociado y, según apuntaban las cosas, en breve sería el titular de la plaza. Seguía sin saber una palabra sobre automóviles. Se hizo con un par de revistas especializadas en la materia. Las dejó encima de la mesita del salón. Las hojeaba con desgana, con la tele de fondo, intentando asimilar las diferencias técnicas entre los cientos de modelos que venían perfectamente detallados en aquellas páginas.
No logró conformar un criterio propio así que, finalmente, compró el que quiso el vendedor del concesionario. Resultó tener un par de detalles que, aunque de entrada los consideró totalmente prescindibles, le hicieron feliz. El primero era un techo solar. Abriéndolo un poco era la solución perfecta para evacuar el humo de los purazos que se fumaba en los viajes mesetarios a los que las clases le obligaban. El segundo era el equipo de audio integrado. Era lo que más destacaba el vendedor, por encima de la seguridad o la potencia del coche y definitivamente tuvo razón. Por primera vez en su vida pudo disfrutar de la música, puesta al volumen que se le antojase.
Cuando empezó a sentir verdadero aprecio por el coche, por su coche, hasta el punto de hablarle cuando se avecinaba un puerto de montaña o las condiciones meteorológicas en el invierno ponían las cosas difíciles, fue en la turbulenta época de su vida en que su mujer y él se evitaban. Su matrimonio pendía de un hilo. Con un niño a cada extremo. Aguantaban por ellos y su vida era una mierda. Hablaba al coche como Tom Hanks se confesaba con Wilson. Le susurraba a la vez que acariciaba uno de los aireadores del salpicadero. Como si se tratase del hocico de un perro: Venga, que lo estás haciendo muy bien. En cuanto lleguemos a Arévalo te doy gasolina y te limpio los retrovisores.
Se levantaba a las cinco y llegaba a casa a las tantas. Prácticamente vivía en el coche. La universidad, con ese afán expansivo que la gestión neoliberal le había impuesto, había negociado dar su marchamo académico en diversos campus del país. Los profesores asociados eran los candidatos eternos que necesitaban hacer méritos para meter la cabeza definitivamente en los departamentos. Eran ellos los que iban de un lado a otro con sus lecciones sobre macroeconomía y cosas así. Cobraban quinientos euros al mes y se dejaban en gasolina otros seiscientos. Son unos años de lucha, les decían. Pero ya veréis luego.
El ansiado ‘Luego’ no llegaba nunca.
Al poco de arrancar encendía su primer puro. Ponía las noticias. Paraba a desayunar en algún inhóspito bar de carretera, de los que se iba haciendo un habitual. A las nueve daba su primera clase. Ya con dos habanos en el cuerpo y al menos tres cafés. Saboreaba su amarga vida. Compartía las penas con su querido coche. Allí encontró grandes dosis de libertad.
La vuelta se la tomaba más relajadamente. Igual paraba cerca de un río, si era primavera. Se quedaba viendo el caudal. Las ramas que arrastraba. Los ojos del puente romano. Si hacia mal tiempo se quedaba dentro del coche con el motor encendido. Embobado por el bailoteo de los parabrisas que llevaban la lluvia de un lado a otro. Escuchaba música clásica y daba cuenta del tercer puro. Era un espacio para la reflexión, para fumar despacio. Incluso para corregir exámenes.
El último tramo lo hacía tranquilo, con la última tagarnina del día. No le gustaba llegar a su casa. Si era preciso se demoraba en el parking de un centro comercial y observaba el trasiego. Llegó a hacer noche en el coche. Fue en la enésima bronca conyugal. Hastiado de discutir salió de la casa, reclinó el asiento delantero y se tapó con unas mantas. A las cinco arrancó y se fue a Zamora, a una universidad nueva que tenía su propia facultad de Ciencias Económicas. El coche estaba cada vez mejor equipado. Tenía algo para picar, cervezas, una buena reserva de puros y un surtido variado de todas esas cosas que hay en los pasillos dedicados al automóvil en los centros comerciales.
En el fondo su mujer tenía razón. Pasada la cuarentena y con un par de críos no era plan estar todo el día por ahí dando bandazos y ganando una miseria. Palencia, Soria, Logroño. Si hasta había ido a Pamplona en el día para dar clase. El catedrático le juraba y perjuraba que en breve regularían la situación de los profesores asociados. Tendría su plaza.
En el fondo él tampoco se creía la milonga. Pero había llegado a amar esa forma de vida. La independencia que le daba el coche. Se había hecho un experto en carreteras secundarias.
Pasaban los años. Las canas borraron su aspecto de candidato a una plaza. De candidato a cualquier cosa. Ya era un señor. Uno que se había equivocado de camino. El coche le había dado dos sustos serios. Más de una semana pasó en el taller, con el vientre abierto, aquejado de inyectores con colesterol. Se había vuelto mucho más cuidadoso. Los fines de semana, que no eran aptos para dar clase, los aprovechaba para limpiar a fondo su querido coche.
Un día, camino de Burgos, la junta de la culata volvió a fallar. Era su estigma. Una herencia que le perseguía. Sabía que era el final. Lo único que podía hacer era acompañar al gruista, a su coche, hasta el depósito de vehículos. Allí sería presa de la rapiña de los que van buscando piezas de segunda mano. Uno arrancaría una puerta. Otro se llevaría la palanca de cambios. Así funcionaban los desguaces.
Al llegar a casa, en un taxi, se sintió desamparado. Había perdido su refugio. Tantos puros se había fumado en aquella bendita soledad.
Necesitaba un coche nuevo. Germán, el del concesionario, sabría aconsejarle. Pero claro, tampoco era plan saltarse los consejos de Andrés, su mecánico de cabecera. Tendría que meditarlo con calma. Salió al porche y allí, arropado por la fragancia de las mimosas, encendió un puro y comenzó a valorar las opciones que tenía por delante.