Las cerezas de Caniles

Mantener este blog con vida está resultando muy complicado. Entre las diversas colaboraciones con otros blogs y la redacción de diversos trabajos científicos, amén de la preparación de varios libros, apenas me quedan frases y minutos para lo que debe de ser el campo de pruebas de un escritor, o al menos así es como concibo yo este espacio. Anoto en un cuaderno ideas que a veces logro desarrollar, con el firme propósito de descargar esas ideas aquí. Uno de esos proyectos era la entrada Las cerezas de Caniles, que he ido alargando más de la cuenta. Las anotaciones son del pasado verano, y han sido sepultadas por otras ideas y urgencias. Me he puesto a desarrollar las secciones en las que he planificado la historia, y como esperar a tenerlo todo es una excusa más para retrasar su publicación, voy a ir sacándolo por fascículos, con el fin de tener cierta presión por terminar de redactarlo. Vamos con ello:

El pretexto

Pregunto en el puesto de la plaza donde compro frutas y verduras que de dónde son esas cerezas, las primeras de la temporada. De Caniles, me dice Luis, con el que suelo mantener conversaciones alrededor del origen de sus mercancías, o charlar sobre cómo era el campo años atrás. Y eso dónde está, pregunto.

Entonces me habla de la carretera que va desde Abla hasta Caniles, cruzando la sierra de Baza. Conozco la zona le digo, pero cuando he ido hasta Abla ha sido para ir después a Abrucena y seguir hasta La Roza. No recordaba esa carretera. Debe de ser una pista, un camino a desmano. No, qué va, me dice Luis. Yo he ido por ahí con el camión. Hay buena carretera, me dice. No tengo registrada esa ruta. Termino de acomodar las bolsas. ¿Con la tarjetica no? Si, sí, respondo abstraído.

Al llegar a casa voy descargando el carro y pongo una cafetera al fuego. Es un decir, porque el fuego ha ido desapareciendo de los hogares (palabra también ligada al fuego) y el calor se produce por mecanismos electromagnéticos que hacen hervir el agua en un santiamén. Entretanto voy a la estantería en la que guardo los mapas. Los de papel, claro. Saco los provinciales de Almería y Granada y busco los 1:50.000 de la zona de Abla y Caniles. Antes de que gorgotee la cafetera ya tengo un plan.

Voy a recorrer esa carretera, que aún no he tenido tiempo de localizar. Pero que parece enroscarse por una sierra que queda a desmano. Es el típico bandazo que se da por conocer los sitios a los que no suele ir ni dios. Sitios, en consecuencia, interesantes. Espero que mi viejo Dacia me preste su servicio. Una punzada de ansiedad me invade cada vez que me acuerdo de que el coche lo tengo aparcado en el quinto infierno. En el centro no hay sitio donde dejarlo, así que tengo que callejear por barrios apartados. Cada vez que voy a buscar el coche ando con prisa por encontrarlo sano y salvo. Por el camino no puedo evitar pensar en contratiempos de todo tipo: se lo ha llevado la grúa, duerme un vagabundo dentro, se ha quedado sin batería.

Sorbo el café caliente. Encuentro la carretera que me dijo Luis. En efecto, hay un camino enrevesado hasta Caniles, poco más allá está Baza. La semilla está plantada. Durante los siguientes días, hasta que se presente la oportunidad de ir (una delicada combinación de salud, trabajo e imponderables, por ejemplo, que arranque el Dacia), iré pensando variantes y posibilidades. Sin echar las campanas al vuelo creo que se presenta una muy buena opción.

El bar

Han pasado unas semanas desde aquel café. Estamos en julio y Luis ya no tiene cerezas. El calor del verano ha ido mermando los cerezos y mis fuerzas. Cualquier esfuerzo es un mundo. Salir a tirar la basura, llevar a los niños a la piscina, nada es compatible con el calorazo que derrite el asfalto. Mucho menos ir a dar bandazos por la sierra de Baza. Pero es ahora o vaya usted a saber cuándo. Así que madrugo y la tibieza de la mañana me acompaña hasta el coche, que parece un peñasco del Pacífico recubierto de guano.

El cielo está falsamente cubierto. Poco a poco el sol convertirá en jirones lo que en el norte podría ser un día de tormenta. Sin embargo, estas nubes inesperadas, no dejan de ser una nota llamativa en la ristra de días de cielo azul. Arranco el coche y pongo proa hacia el interior, remontando la rambla para salir por Ballesol, lugar de encuentro para otras correrías. En la radio escucho noticias. Queda una hora para que empiece uno de mis programas favoritos. Con las primeras luces atravieso el desierto de Tabernas. A la derecha me queda el Alfaro, que subía corriendo no hace tanto. Gérgal, Escullar, Aulago, Nacimiento. Cada viaje por la A92 reaviva los rescoldos de excursiones del pasado. Me gusta ir reconstruyendo la disposición del territorio desde las distintas perspectivas que se vertebran alrededor de la autovía. Me gusta juntar piezas que dan un cuadro más exacto, más completo, del lugar que habitamos. En tiempos de simplificaciones y abreviaturas (tenemos pasión por los acrónimos, disponemos de poco tiempo para expresarnos, apenas nos dejan unos pocos caracteres para decir algo en las redes, que tienden a concretarlo todo en una imagen), podemos caer en el error de creer que no hay nada más que una autovía con dos carriles por lado y unas cuantas áreas de servicio en las que repostar. Un país es algo más; la autovía una mera línea que comunica dos puntos.

Tras remontar los más de ochocientos metros de desnivel entre Almería, el Mediterráneo, y el altiplano en el que se acomoda la carretera, entre los relieves béticos de Sierra Nevada y Filabres, acaricio los respiraderos del Dacia, como si fuese el hocico de un perro. Le doy un par de golpecitos y le digo, te has portado.

Abandono la autovía a la altura de Abla y la antigua carretera nacional me lleva al pueblo. Paso de largo el cruce al que luego volveré para iniciar el recorrido; es ahí dónde arranca la carretera a la que se refería Luis. Hasta aquí es un calco de otras muchas excursiones que tenían como fin coronar el Buitre o atacar la cuerda de Sierra Nevada entre la Polarda y el Almirez. Por seguir con el protocolo busco el bar de siempre y me pido media de jamón que se sale del plato. Eso y un café americano. Hojeo el periódico provincial con la tele de fondo. Un clásico.

La clientela habitual se despacha con sus anises y soberanos. En la puerta fuman como perros. Parece mentira, pero han acatado la normativa que no permite fumar en el interior de los establecimientos. Cada vez que se abre la puerta entra una vaharada de humo que perfuma el bar. No parece el lugar más apropiado para pedir un café con leche de soja o un bol de yogur con arándanos. Son esos reductos en los que la hombría se mide en galones de alcohol y distancia recorrida por un gargajo bien concentrado. Son esos lugares de hombres apoyados en una barra con la mirada perdida, pero en los que poco a poco la modernidad se va filtrando y al igual que ya no se fuma, porque en el fondo es algo que le va bien a los que no fuman, en pocos años lo de decir que menuda mariconada eso de comer fruta, sonará como un eructo de tiranosaurio, algo del Jurásico.

En realidad, pienso mientras hojeo el periódico sin prestarle atención, estoy rodeado de alcohólicos que no reconocen serlo. Estos bares son una especie de ambulatorios en los que en lugar de repartir metadona se da coñac. Lugares en los que la emigración va dejando soledades con las que he difícil lidiar, hombres solos que no saben estar solos. A algo hay que agarrarse para vencer el día. Puede parecer un sitio pintoresco para el que, como yo, viene a dar un paseo de capricho, pero después vuelve a la confortabilidad del ruido familiar. Aquí se hacen largos los días y para salir de la cama es necesario engatusarse con la «palomica» del bar -anís con zumo de limón, que no falten las vitaminas en el desayuno-, la charla con Pascual sobre la caza o lo malo que viene el año, y el calor de una comunidad envejecida que ve con impotencia como se desmoronan sus pueblos.

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