Me cuesta, al entrar en casas ajenas, no fijarme en sus libros; me daña la vista no ver ninguno. Es una manía que, como todas, se agudiza con la edad, con el peligro de convertirse en obsesión. Lo que antes hacía con cierto disimulo, mirar de reojo las estanterías, atisbar los autores que las habitan, deducir el orden al que se someten los volúmenes, ahora lo practico con la libertad del que ya ha amortizado su vida (es lo que tiene la reproducción, ese soterrado deber genésico), es decir, descaradamente.