Me cuesta, al entrar en casas ajenas, no fijarme en sus libros; me daña la vista no ver ninguno. Es una manía que, como todas, se agudiza con la edad, con el peligro de convertirse en obsesión. Lo que antes hacía con cierto disimulo, mirar de reojo las estanterías, atisbar los autores que las habitan, deducir el orden al que se someten los volúmenes, ahora lo practico con la libertad del que ya ha amortizado su vida (es lo que tiene la reproducción, ese soterrado deber genésico), es decir, descaradamente.
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Los libros de Áncora & Delfín
La estantería ocupa una pared entera, desde el suelo hasta el techo, y tiene todas las baldas combadas por el peso de los libros. Hoy su lugar en la casa no es prioritario, está en un cuarto que se utiliza poco, en el que duermo cuando vuelvo al hogar familiar, en alguno de los esporádicos viajes a Madrid. Antes de deshacer la maleta, atraído por los libros que allí reposan, vuelvo una y otra vez a explorar los títulos que, mansos en los anaqueles, esperan que alguien los saque de allí y les dé un baño de luz, ojee sus páginas, huela el papel y admire su portada. Esas son sus credenciales para convencerte de que merece la pena que les liberes de su reclusión.
Maneras de leer (I). La pila de libros
Voy haciéndome con libros que parecen interesantes. Unos prestados, otros comprados. Los libros van formando pilas que me afano en devorar. Pero me indigesto. La tasa de lectura no alcanza a la de la curiosidad. Así que las pilas van creciendo y reproduciéndose. Devienen en ingobernables.
Cojo un libro de la pila. Lo curioseo en un rato libre. Si no me engancha lo vuelvo a dejar. Trato de recordar el motivo de que ese libro llegase hasta mis manos. Cuál era el interés.
Como soy muy fácilmente convencible en cuanto alguien me habla bien de un libro me interesa. Lo mismo pasa si leo una crítica medio ineteresante.