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La paloma

No era partidario de la siesta. Ni siquiera en verano, de vacaciones. Le gustaba aprovechar ese tramo del día, proclive a la desidia, para avanzar en su trabajo. Prefería las sombras de su despacho al bullicio de las playas. Allí, con las persianas bajadas, clausurando la atroz claridad del Mediterráneo, y arrullado por el cíclico movimiento del ventilador daba rienda suelta a sus inquietudes. Se sumergía en la profundidad insondable de las hojas Excel y el contenido enigmático de unos informes económicos. Mejor que hacerlo en las aguas transparentes de la piscina; odiaba exponer su cuerpo lechoso y flácido a la vista impúdica de desconocidos, por más que todos tuviesen pinta de reptiles enfermos donde él, en ningún caso, sería el peor espécimen. >>seguir leyendo

Recuerdos. O eso creo

El tiempo coagulado. Así lo sentía al pensar en ello, sentado frente al mar, la mirada perdida. Como envuelto en un líquido espeso, almibarado, turbio.

Como los reptiles que los museos atesoraban en una infinita colección sumergida en formol. Pretendiendo que el tiempo no pase por ellos y sean eternos para que los contemplen generaciones futuras.

Al sacarlas del líquido amarillento se deshacían en una pasta detrítica. Nada es incorruptible. Ni los recuerdos. Todo aquel tiempo coagulado era un espejismo que se descomponía al entrar en contacto con la realidad. >>seguir leyendo

El conserje

Argimiro era el portero de la finca. Caminaba con sus manojos de llaves balanceándose de un lado a otro. Haciendo un ruido como si llevase grilletes. Un andar cansino, arrastrando los pies. Ponía parches aquí y allá. Remendaba goteros, llamaba a los de las basuras cuando se atrancaban las bocas colectoras. Acudía cuando alguien veía una culebra por algún patio. O si no funcionaba el telefonillo. Apañaba cables, podaba árboles. Conseguía piezas de repuesto. Lo llamaban a cualquier hora del día para abrir alguna puerta de la que él seguro que tenía la llave. >>seguir leyendo

De interior

Como todos los veranos la familia elige un lugar costero en el que pasar las vacaciones. Y como todos los veranos las vacaciones son, inmutablemente, las tres primeras semanas de agosto.
Hábitos que crean una falsa sensación de seguridad. Hábitos de sus habituales. Otras familias de interior que también se van a alguna costa. Después, en septiembre, cuando empiece el curso, tendrán algo que contarse.
Mientras la madre se queda organizando el apartamento de alquiler, una opción más asequible que el hotelazo de cuatro estrellas que, total, los niños no van a apreciar, el padre se va a hacer los recados. Es lo tácitamente convenido.
La madre hace las camas, recoge el desayuno, friega los cacharros. A cambio un rato de soledad. Saborea su segundo café en la terraza, con un cigarrillo. Trastea con el wasap.
El padre entretiene a los niños hasta la hora de la playa. Compra el pan y el periódico. Les ha prometido que hoy irían a pescar. Así que inmediatamente después de consultar el IBEX 35 y los fichajes de su equipo, han ido a una tienda que hay junto al puerto. Uno de esos comercios en las que se puede encontrar un amplio surtido de útiles para la pesca y efectos náuticos de lo más variado: cuadros de nudos marineros más o menos sofisticados, barómetros de coleccionista, un control de potencia de cobre de un barco antiguo.
El mayor, Fernando, quería un equipo lo más completo posible. Casi profesional. El mayor, que fue el que estuvo dando la lata para ir a pescar. Se encaprichó después de ver la tarde anterior, en el espigón, como unos hombres sacaban con destreza un pescado tras otro. Pescadores del pueblo. Gente de mar.
Le fascinó tener acceso a una fuente de alimento gratuita. Solo le hacía falta tener una de esas cañas que parecen pértigas. >>seguir leyendo

Dos viejos amigos

Mete la salsa de menta en el microondas. Ya no sabe igual. Un verde apagado. El microondas que no calienta bien. Se quema los dedos para sacar el cuenco y luego está medio frío. Calienta también unos pedazos de cordero y se echa vino del que ha sobrado.

No es lo mismo, no.

Sería injusto achacar a las circunstancias ─aprovechar los restos de comida del fin de semana para parchear el almuerzo del lunes─ que no esté tan rico. La diferencia es que falta compañía.

La tarde noche del sábado la cocina vibraba con una actividad febril. Pelando patatas. Cortando cebolla. Picando hojas de menta fresca. Descorchando botellas de vino. Primero uno blanco, fresco, de aperitivo. Luego un Ribera del Duero, que estuvo respirando un tiempo. >>seguir leyendo