La zona negra

A finales de los ochenta comenzaban a abrir en Madrid las primeras franquicias de McDonalds. Los chavales de aquella época recibíamos aquello algo deslumbrados ante la posibilidad de saborear el american way of life que veíamos en las películas. Los yanquis exportaban su cotidianeidad a todo el mundo a través del cine y lo convertían en un producto de mercado que deseábamos consumir para parecernos al protagonista de una peli.

Queríamos pedir hamburguesas, patatas fritas y cocacolas enormes cargadas de hielo (eso era muy, muy americano) y llevárnoslo todo en una bolsa de papel, crujiente, arramblando con el máximo de sobrecitos de kétchup y mayonesa. Éramos fácilmente seducibles.

Mi amigo Hervé y yo no éramos ajenos al revuelo que se montó cuando a bombo y platillo se anunció la apertura de uno de esos establecimientos en el centro comercial (otro símbolo de modernidad que empezó a arrasar en aquellos tiempos) que había frente a la urba, nuestro hogar.

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Dando bandazos por las enormes extensiones de jardines que separaban los bloques de ladrillos naranjas, un día me topé con un chaval solitario y con fama de conflictivo. Un chaval que iba a la suya, independiente y con iniciativa. Con ese tipo de ideas que admira un niño y detesta un padre. Hervé era un incomprendido con ideas propias, más bien esquivo, reacio a las pandillas y grupos y bastante alérgico a los eventos sociales.

Me cayó bien desde el principio.

La primera vez que le vi hacía puntería lanzando una navaja contra el tronco de un pino. Esas eran el tipo de cosas que no les gustaba a los padres. A Hervé no le pasó desapercibida mi presencia.

¿Quieres probar?, me preguntó. Hervé se había ido curtiendo en ese ambiente pijo-monaguesco que reinaba en la urba. Forjándose una coraza contra la crueldad de los chavales, que suele ser atroz. Era la oveja negra, al que todos evitaban y temían.

Tomé la navaja con cierta precaución, la sopesé y probé suerte. No se te da mal, dijo mi nuevo amigo, mientras sacaba la punta de la navaja de la corteza del árbol.

Desde entonces fuimos inseparables.

Una de nuestras máximas aspiraciones en aquella época era reunir el dinero suficiente para hacernos con un menú BigMac. El plan era nítido: conseguir una bolsa de papel llena de hamburguesas y patatas fritas y largarnos a alguno de nuestros escondrijos predilectos, que en aquella urba inmensa y enmarañada abundaban.

Hervé, de alguna manera que no confesaré aquí, tenía llaves que habrían muchas puertas. Cuartos de contadores, azoteas, subterráneos. Mi nuevo amigo era una caja de sorpresas. Y lo sigue siendo: décadas después, rescató de una de esas trampillas uno de nuestros tesoros, guardado precisamente para evocar aquel feliz período de nuestras vidas.

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En verano nuestro lugar favorito era “la zona negra”, donde nos gustaba dejar volar la imaginación y soñar bajo las estrellas.

Hace poco estuve allí, y el recuerdo trajo este post. En mis espaciadas visitas a la urba, cuando voy a Madrid, la nostalgia me lleva a darme un paseo intempestivo por todos aquellos rincones emblemáticos de la infancia. No deja de ser curioso cómo la visión adulta achica las dimensiones de los escenarios donde transcurrían nuestras andanzas.

La zona negra sigue siendo un lugar a desmano. Son unas pequeñas edificaciones que protegen el acceso al pozo con el que cuenta la urba para su autoabastecimiento. Bautizamos el lugar con aquel nombre porque entonces era un enigma lo que allí había y, por motivos más prosaicos, porque todo está recubierto por una tela asfáltica.

Obviamente estaba prohibidísimo encaramarse allí arriba. Observo en mis paseos que el alto mando de la urba ha colocado alambre de espino para disuadir a los que tengan la ocurrencia. Para Hervé aquello de que no se pudiese hacer algo era un acicate. Extremábamos nuestras precauciones para acercarnos sigilosamente hasta los muros. Éramos expertos en la materia, en eso de pasar desapercibidos. Evitábamos la mirada de vecinos quisquillosos y las rondas nocturnas de los vigilantes.

Por fin, una vez instalados con nuestras hamburguesas y cocacolas, nos tumbábamos allí a mirar el cielo nocturno. Eran noches deliciosas, apurando hasta el máximo el toque de queda, es decir, la hora que nuestros padres consideraban como límite para estar de vuelta en casa.

Mirando las estrellas hablábamos sobre la posibilidad de vida extraterrestre. Hipotetizábamos sobre su llegada, qué haríamos en ese caso. Nos gustaba pensar que estábamos en un sueño y que los sueños eran la realidad. A Hervé le fascinaba el tiempo, y no dejaba de darle vueltas a Momo, los hombres grises y sus bancos del tiempo.

Eran momentos de intensa felicidad, a pesar de contar con una vida sumamente compartimentada por el colegio, los deberes, las líneas rojas que separan el mundo adulto del de los niños. Aquellas charlas filosóficas de dos chavales que intentaban comprender el mundo, crearon una complicidad y lealtad eternas

Puede que la clave de esa felicidad, tan complicada de sintetizar, tenga que ver con el disfrute del momento y con el hecho de plantearse metas con un enunciado fácil, poco embrolladas. Puede que todo radique en seguir viendo la vida como un niño, renovando utopías, ilusionándose con cosas mínimas y aprensibles.

3 comentarios sobre “La zona negra”

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