4. La vida cuartelaría de los refugios de montaña
El estado de ánimo condiciona nuestra existencia. Algunos saben mantenerse en el optimismo a pesar de todo, quizás con algunas dosis de inconsciencia, quizás por su carácter ganador, quizás porque se levantan temprano y meditan una hora al día. La mayoría, sin embargo, somos presa de factores externos que juegan con nuestras emociones.
Durante demasiados meses las contrariedades, los bofetones que va repartiendo la vida (ninguno extraordinario, por otra parte), me habían dejado en la lona, de la que era incapaz de levantarme. Bastaron un par de días de asilvestramiento en el monte, rodeado de buena compañía, para recuperar el talante con el que más me gustaba identificarme. Ese que ve el vaso medio lleno y considera cualquier situación como una buena oportunidad. Gracias a Gerardo y Edu, a unas reparadoras horas de sueño y al aire fresco de la montaña, había logrado desprenderme de esa pátina de pesimismo que últimamente recubría todas las horas del día.
A pesar de ello podía echarme en cara, cosa a la que soy aficionado, un par de detalles: el primero es que una vez más volvía a comprobar que solo sabía navegar con el viento a favor. Cada vez me costaba más remar con temporal, y era un hecho probado que mi destreza para superar marejadas, incluso marejadillas, había pasado a mejor vida. El segundo tenía que ver con mi capacidad de pronóstico, de todo punto imprecisa. Pensé que ya nunca me levantaría de la lona y había podido comprobar que, en determinadas circunstancias, era muy fácil.
Sobre estas nimiedades reflexionaba camino de Benasque, en un coche que cada vez olía peor: parte de la comida que quedaba iba fermentando, las camisetas sudadas y los calcetines renegridos por el polvo del camino se amontonaban de cualquier manera y éramos tres cuerpos sucios con varias capas de sudor que no esperaban encontrar jabón en al menos los próximos tres días. Ese tufillo, fácilmente detectable por alguien que se hubiese metido en esa leonera que era el Duster (another one trust a Duster, rezaba la musiquilla del anuncio), era sobreseído por el olfato que, poco a poco, se había acostumbrado a la superposición de esencias.
Nuestra misión aquel día era llegar al refugio de Estós y como añadidura nos habíamos planteado una serie de pequeñas metas que, si las alcanzábamos, nos proporcionarían algo de felicidad: pan recién hecho, fruta fresca y un buen café caliente (aún en deuda) acompañado, si fuese posible, de bollería fina.
Despreocupados del paso del tiempo, de la meteorología y de los niños, nos adentramos por las calles del pueblo y a nuestro paso, algo errático, fue apareciendo todo lo que deseábamos. Todo era fruto de ese estado mental, que se centra en el presente, que no se distrae con preocupaciones innecesarias y que atiende a la realidad del momento. Por eso salían las cosas bien. Cuanto me gustaría perpetuar ese devenir en mi cotidianeidad, pienso ahora, reconstruyendo el pasado en estas líneas, evadiéndome del presente para recordar el Pirineo. Escribir, creo, no ayuda a vivir plenamente, a centrarse en el ahora. Escribir es recordar o anhelar. Escribir es plasmar el pasado o imaginar un futuro.
Lejos de esas u otras disquisiciones, llegamos al sendero que llevaba al refugio. Mientras, una vez más, rehacíamos las mochilas, metiendo lo que creíamos imprescindible y echando en el maletero todo aquello innecesario, Gerardo pelaba y troceaba fruta como un bestia, llenando un enorme taper de suculentos pedazos de piña, melocotón, sandía y no sé qué más.
En la línea mitológica de los ogros que devoran inmensas cantidades de comida, no dejamos rastro de los cuatro kilos de fruta que habíamos comprado. Gerardo, como no, completó la ingesta con un par de huevos duros, ya en estado dudoso, y alguna lata de mejillones que andaba suelta por ahí. Como un buen frugívoro de movimiento peristáltico bien afinado, no tardó en buscar un matorral tras el que descargar la materia orgánica sobrante (incluso rebosante) y volver con ese movimiento nervioso y rápido que nos conminaba a ponernos en marcha.
La plenitud de un valle de montaña
El camino hacia el refugio es brutal, de lo más bonito que he visto en el Pirineo. Es una equilibrada mezcla de bosque, montaña, prados, laderas y rocas. La caminata hasta el refugio fue placentera, con sus ratos de lluvia que obligaban a buscar refugio, y sus ratos de sol que requerían una gorra. La naturaleza estaba en plenitud, administrando las dosis de humedad que había recibido. El espinazo de las montañas rasgaba las nubes y el delicado equilibrio de los canchales –esos mantos de piedras que tapizan laderas y entre cuyas oquedades pululaban los armiños- jugaba con las fuerzas que amenazaban con desbaratar rocas fracturadas por las tremendas leyes físicas que allí operaban. Los pinos, varias veces barridos por estos excesos, eran mudos testigos de una tarde que olía bien.
Ajenos a aquellos despropósitos, las marmotas se avisaban las unas a las otras de nuestra presencia, los rebecos, solo descubiertos por los prismáticos de Gerardo, pastaban hierba fresca y los cuervos nos sobrevolaban en busca de alguna chuchería. Por encima de ellos, con una perspectiva envidiable del valle, de las tormentas que estaban por llegar, y de la disposición de presas e incautos caminantes que buscaban aliviar la desproporcionada ingesta de fruta, estaban las reales, planeando con una óptima mezcla de sutileza y potencia.
El bonito refugio de Estós
Había olvidado lo que significa hacer noche en un refugio guardado. Tras cruzar el umbral uno se topa con un montón de prohibiciones y advertencias. Nada de llevar botas, póngase usted una de esas sandalias roñosas con hongos de mil pies apestosos. A las habitaciones podrá usted entrar en determinadas franjas horarias, la cena es a tal hora, el desayuno a esta otra, las mochilas se quedan en una taquilla, lleve consigo todo lo que necesite. Nada de ruido, llévese su basura y no moleste.
El tipo que te recibe responde al arquetipo de guarda de refugio. Un montañero grandón y malencarado que repite esas mismas órdenes que están escritas en diversos carteles. Alguien hastiado de la vida, con ganas de estar solo y no aguantar a montañeros de pacotilla que pasean por aquí como lo podían hacer por cualquier ciudad. Desde luego es un tipo curtido en mil batallas, eso salta a la vista, y probablemente es alguien que no encaja muy bien en la sociedad y por eso se ha conseguido un trabajo alejado del mundanal ruido. El problema son estos meses de verano, donde tiene que repetir hasta la saciedad que no, que no hay wifi de los cojones en el refugio, que si usted quiere cobertura pues quédese en Benasque o en la ciudad. Que por favor no metan ruido a partir de las nueve, que apaguen las luces y que, sobre todo, no den el coñazo.
No siempre se ven tigres de bengala o leopardos de las nieves, hay que disfrutar con una simple salamandra
Entiendo al tipo, entiendo su mala leche, pero debe darse cuenta de que, al fin y al cabo, regenta un local y hasta aquí (incluso hasta el campo base del Everest) llega gente que no es muy montañera (me ponen enfermo las adolescentes paseando con los cascos del iphone, con esa displicencia propia de una edad tan complicada).
Lo malo de los refugios de montaña es que quedas ubicado en una cama que puede o no ser de tu gusto. Que te puede tocar al lado alguien que ronque hasta dolerle los pulmones. Que nada te va a salvar del olor a pies. Que te pueden tocar pesados fardando de sus hazañas. Que no se puede cagar a gusto. Que, lejos de la soledad de la montaña, estarás rodeado de todo tipo de seres humanos.
Lo bueno es la comida. Que no tienes que cargar con tantos bártulos. Que es posible que conozcas a alguien interesante. Que al fin y al cabo tienes un techo para las tormentas. Que puedes aprender unas cuantas cosas si escuchas a quien debes.
Avistamiento nocturno cerca el refugio
Lo bueno, también, es que no cierran la puerta. Así que Gerardo cumple con su escapada nocturna. Tras una opípara cena, Edu y yo nos quedamos de tertulia. Interaccionamos un poco con el personal. Comentamos nuestros planes, subir al Possets, lo cual extraña. La ascensión más típica es desde el refugio de Ángel Orús. Escuchamos los de otros, hablamos del mal tiempo. Cualquier excusa vale para contar una batallita. Es fácil ir enhebrando peripecias con planes futuros. Hay partidas de cartas, hay carajillos y anisetes. El comedor se va vaciando; todo el mundo madruga. Como para no hacerlo, esto no es un hotel, es un refugio de montaña y el que se despierte a las siete ya está jodido.
Por fin, nos recogemos. La habitación está caldeada, treinta bocas respirado el mismo aire viciado. A las seis estaremos en pie.