Nuevo post de la serie ‘Respirando salitre. Historias de un buzo’. Por J.M. Valderrama & David Acuña.
Los días se acortan en Long Bay, Auckland. Después de explorar los alrededores de su nueva casa, David ha encontrado un camino propicio para salir a correr y oxigenarse. Lo necesita. No está acostumbrado al trabajo de gabinete, mucho menos entretenido y más monótono que el de campo. Él es un hombre de acción, y aunque la edad le va sedando, como nos pasa a todos, la inmovilidad en la mesa de trabajo, poniendo en orden todos esos datos tomados durante años, le agosta el alma.
Lo recuerda una y otra vez Patrick Deville en sus libros ─Ecuatoria o Peste & Cólera, por ejemplo─ dando cuenta del reposo del guerrero, de grandes exploradores que se han enfangado en selvas indómitas, han atravesado manglares, les han comido los mosquitos y, llegada la cuarentena, comienzan a anhelar la vida doméstica, una vivienda, una familia.
En su recorrido, a la vera del Pacífico, admira la vastedad que tiene ante sí. Una masa de agua ininterrumpida que llega hasta las Islas Galápagos, donde ha pasado los últimos años de su vida dando cuerpo al sueño de su infancia. Recordemos, quería ser biólogo marino. Y lo consiguió.
Quiere pensar que su tesis doctoral puede ser un ladrillito más de ese inmenso edificio que es el conocimiento. Y que el conocimiento es la condición previa para concienciarnos de la necesidad de preservar los santuarios marinos y realizar una explotación sostenible del mar, que nos permita vivir sin aplastar otras formas de vida.
Aunque era una conexión muy indirecta, mínima, David creía que era necesario dar a conocer el fascinante mundo de los tiburones, su tesis versaría sobre algunos de los escualos más grandes y desconocidos de los mares.
La lluvia fina le daba en la cara. Se acabaron los días dorados. Era el enésimo proceso de adaptación a otro sitio nuevo. Sabía que le esperaba un invierno duro, meses de cielo gris y mortecino. En Auckland no apretaba tanto el frío como en la isla sur, donde los paisajes nevados e invernales eran una constante, tanto como para haber rodado allí las gélidas escenas de El Señor de los Anillos. El mal tiempo le iba a disuadir de muchas actividades al aire libre e invertiría todas esas horas en dar un buen empujón a su tesis.
La lluvia arreciaba y esprintó hasta la casa compartida en la que vivía.
Lejos de los preceptos de Patrick Deville, David empezaba una nueva vida a miles de kilómetros de Tenerife, de la Restinga. Estaba en esas tesituras anglosajonas de repartir baldas de los frigoríficos y asignar armarios de la cocina. Era la máxima expresión del “que cada perro se lama su capullo”, cruda locución granadina sumamente gráfica para ilustrar la actitud ante la vida de pueblos tan cultos y estirados.
David es de carácter latino, mediterráneo, y prefería compartir las cosas pero allí, en Auckland, en su actual situación, no tenía muchas más opciones que convivir entre estudiantes y acatar las normas no escritas del lugar al que uno llega. “Donde fueres, haz lo que vieres”, afirmaba otro refrán castellano.
Aquella tarde había corrido más de la cuenta. Tenía que apurarse para hablar conmigo. Anochecía en Nueva Zelanda y recién habíamos estrenado una mañana limpia y clara en Almería, donde dejábamos atrás un invierno más bien cutre y nos adentrábamos en una primavera que parecía ser una breve transición hacia el terrible verano.
Me gustaba hablar con David por skype, era como un milagro escuchar su voz en el futuro, él ya había cenado y yo apenas iba por mi segunda taza de café del día: ¡¿Qué pasa tío?!
Habíamos adquirido la costumbre de hablar una vez por semana. En esta ocasión quería preguntar a David sobre un aspecto que me intrigaba. Quería saber en qué consistía el conocido como “trabajo de campo” cuando el objeto de estudio se encuentra en el mar.
Le obligo a rememorar cómo es ese trabajo, a que me cuente la toma de datos sobre las poblaciones de tiburones mejor conservadas del mundo. ¿Cómo coño marcáis un tiburón? ¿Lo cogéis? ¡¿A mano?! ¡¡Pero es que estáis locos!!
Me gustaba convertirme en periodista e irle sonsacando detalles sobre su vida en el fondo del mar. David es un interlocutor ameno y relata sus experiencias convirtiéndolas en historias sin darse cuenta, haciendo un uso del lenguaje bastante preciso, sin empalagar.
Lo primero que hizo fue diferenciar entre las distintos tipos de labores respecto a los tiburones. Una cosa era bucear entre ellos y marcarlos con pértigas que permitían adosar “chips” en el lomo de los tiburones, y otra era capturarlos momentáneamente y amarrarlos al barco para su estudio.
En cualquier caso la planificación de las jornadas de campo tenía que ser exquisita. Meterse en el mar es caro y hay que rascar cada minuto de luz, aseguraba. Hay que llevar toda la parafernalia para bucear, botellas, trajes, etc. A eso se le suma el material específico para la toma de datos y el combustible de la motora. Y tener a punto la propia embarcación, de unos 8 m de eslora.
Las inmersiones que se van realizando siguen un protocolo. Las primeras, de carácter exploratorio, están destinadas a reconocer el “terreno”, a descartar ciertos lugares a favor de otros. Lo cual no es tan obvio como en el monte: podemos estar en un buen lugar, petado de tiburones, y una vez que se mete uno en el agua no ve nada.
Eso ocurre porque muchos de estos animales tienen un sistema sensorial muy desarrollado y huyen ante la más mínima perturbación. En cuanto sienten que entra algo en el agua desaparecen. No quedan excrementos o plumas o cualquier vestigio que nos indique sobre su presencia.
Esto ha llevado al desarrollo de técnicas menos invasivas, donde se evita meter buzos en el agua. Así, el uso de cámaras remotas para filmar y fotografiar lo que de verdad pasa bajo el agua se ha extendido en este tipo de estudios. Claro que el uso de esta tecnología va engordando las facturas de los proyectos. Cada set de cámaras cuesta miles de euros y a veces se utilizan a pares, como ocurre con el estéreo-video (dos videocámaras a cierta distancia y ángulo de convergencia que graban a la vez), con las que es posible obtener información tridimensional de lo que se graba, lo que permite estimar con gran precisión el tamaño de los animales, aparte de registrar aspectos sobre el comportamiento muy valiosos y desconocidos.
Se utilizan cámaras a distintos niveles de profundidad, entre 25 y 2.000 metros; las nuestras están en zonas costeras, en el fondo y a media agua, y se ceban con carnaza al dejarlas, ya que el objetivo es registrar tiburones. Se las deja trabajar unas horas y se vuelve para recuperarlas, aunque a veces una corriente imprevista, una boya que se suelta, o una mala ubicación cerca de una zona muy profunda, por ejemplo, puede hacer que se pierdan, llevándose consigo la preciada información, además de varios miles de euros de equipo. En otras ocasiones, la carnada “excede” su función de atraer tiburones, y algunos ejemplares de gran tamaño intentan llevársela por medio de violentas sacudidas y mordidas, hasta dejar el equipo hecho pedazos.
Las inmersiones, por otra parte, ralentizan y coartan el ritmo de los muestreos. Bucear a ciertas profundidades exige periodos de descanso, de descompresión como se denominan técnicamente, para eliminar el nitrógeno que pasa a la sangre por efecto de respirar aire a presión bajo la columna de agua.
Una vez seleccionados los lugares más propicios los resultados tampoco están asegurados. A veces salían con la primera luz para aprovechar el día, con un buen pronóstico del tiempo, sin viento, sin oleaje. Y nada más entrar al mar sabían que no tenían nada que hacer. Cero visibilidad. Aguas turbias en la que no veías más allá de un metro.
En Galápagos la confluencia de tres potentes corrientes y la irregular aparición de zonas de afloramiento de aguas profundas (ricas en nutrientes) hace que las condiciones bajo el mar cambien súbitamente y muchas veces no se correspondan con el panorama en la superficie. Resulta que te metes al agua a registrar tiburones y no ves ni uno, sales con las manos vacías, concluía.
En mi labor periodística veía que me acercaba al fondo del asunto. Ya, pero el día que hay tiburones, ¿Cómo hacéis para marcarlos? ¿Utilizáis una red para atraparlos?
David se reía al otro lado de la línea. Todo el mundo que le preguntaba sobre el tema incidía en lo peligroso que sería para los científicos capturar y manejar tiburones. Qué duda cabe que la actividad conlleva una serie de peligros potenciales, reconocía, pero el que realmente sufre un mayor riesgo de accidente fatal es el tiburón. Hay que tener mucho cuidado al manejarlos. Son animales muy delicados, sobre todo algunas especies como el tiburón martillo. Si dejan de nadar no respiran y mueren.
Sucede que son animales extraordinariamente fuertes, que se pueden dañar fácilmente al tratar de liberarse. Por eso, una vez muerden el anzuelo, hay que actuar con rapidez, advertía. David, que nunca tuvo interés especial en la pesca desde barco, tuvo que aprender de los pescadores locales a manejar a “mano” tiburones de hasta 4 metros de envergadura. Eso de enfrentarte a una bestia de ese calibre, con una simple línea de nylon y un anzuelo, desde luego que te dispara los niveles de adrenalina.
No es nada fácil capturar tiburones. En algunas ocasiones, nada más llegar a la zona, David metía la cabeza en el agua con la máscara y veía gran cantidad de tiburones, augurando un excepcional día de pesca y marcaje. Y sin embargo, tras cebar el anzuelo con un jugoso pedazo de atún fresco y sangrante, pasaban el día entero sin una sola captura. En otras ocasiones lo mordían nada más meter la carnada en el agua.
Era crítico averiguar de qué especie se trataba, porque de eso dependía la técnica de manejo del tiburón. Si era un punta negra (Carcharhinus limbatus) no solía haber problema. El tiburón lucharía un rato, incluso a veces realizaban espectaculares saltos dando giros fuera del agua (los locales les llaman “voladores”), y después lo podrían marcar con cierta facilidad.
Si era un tiburón tigre (Galeocerdo cuvier) la lucha se prolongaría bastante más, dependiendo de la talla del animal. A veces superaban una hora de continuos “tira y afloja” hasta que se lograba asegurar el tiburón al barco para su marcaje, o la línea o el anzuelo cedían finalmente y se perdía la captura.
En el caso de los tiburones martillo (Sphyrna lewini) había que tener mucho cuidado en la manipulación del ejemplar. Esta especie es de las que luchan, pero en algunos casos el animal puede llegar a colapsar y dejar de nadar. Por eso hay que manejarlos de forma más delicada que a las otras especies, prestando atención a su respiración constantemente una vez que se le tiene asegurado.
En cualquier caso, continuaba mi amigo con sus explicaciones, una vez cansado el tiburón, llegaba el delicado momento de pasarle un cabo para asegurar su potente cola y amarrarlo al bote. En este momento se le da la vuelta y se coloca al tiburón panza arriba, lo que hace que entre en un estado de inmovilidad tónica, donde el animal se queda inmóvil y relajado, momento que se aprovecha para marcarlo. Les colocamos marcas para poder “seguir” sus movimientos una vez los liberamos. Es una técnica que se conoce como telemetría, y que David promete explicarme con más detalle en futuras conversaciones.
Foto: Luiz Rocha
Tan increíble me parecía que en Nueva Zelanda ya fuese noche cerrada y yo hablase desde la mañana almeriense, como la captura de tiburones con fines científicos. Galápagos era un centro de referencia mundial en todos los aspectos relacionados con la biología. Pero igual que David resaltaba ─siempre lo hizo cuando paseábamos por el monte y veíamos algún desmán─ la facilidad con la que se ocultaban las tropelías medioambientales en el mar, insistía en que apenas se habían estudiado los tiburones en las Galápagos. La megafauna terrestre era archiconocida, pero en el mar quedaban secretos bien guardados. Él, como buen biólogo marino, quería saber más sobre los escualos, que desde pequeño le fascinaron. Pero eso lo dejaremos para otro día, En Nueva Zelanda ya es muy tarde.
Buenas noches. Buenos días. Y así terminaban aquellas extrañas y enriquecedoras conversaciones con David.
Lee aquí la historia completa: 1. Presentación; 2. Papá, quiero ser biólogo marino; 3. Verano en apnea; 4. Un lugar en el mundo; 5. Pedacitos de un paraíso
Y a mi que me dan miedo las medusas…